Posiblemente sean esas coincidencias de la vida que no dejan de ser una simple combinación aleatoria de sucesos. Pero este viejo Dacio Gil está algo mosca porque en los últimos días sólo descubre entre líneas historias de espías. Pasa como cuando uno se compra un aparato de aire acondicionado o unas gafas. Que entes no reparaba en ellos y una vez que detiene la mirada comprueba la cantidad de esos adminículos que hay por el mundo. Analiza sus particularidades y lo tiene por objeto de observación y conversación
Lo malo no es que proliferen adminículos sino que este Gil se viene fijando en que lo que han proliferado a lo largo de la historia son los espías, a pecho descubierto o escondidos bajo muy diferentes profesiones. Se dice que es “la segunda profesión más antigua del mundo”, después de la prostitución. Puede decirse que acompaña al hombre como a su sombra: practique la elegancia de sentar un espía a su mesa. Y si la historia se suele terminar repitiendo, no existen razones sólidas para pensar que los espías eran sólo un producto de la guerra fría. Antecedentes hay en la Biblia y en las epopeyas de Homero. Este viejo Dacio Gil se ha topado en alguno de los trabajos que ha desempeñado en esta vida con personajes sobre los que era advertido: “cuidado con lo que dices ante fulanito que es un espía”. En su juventud, en la época del General Franco, este usuario de la Tribuna Alta Preferencia no le daba importancia y acudía al espía de turno para encargarle un reloj o unas gafas Ray-Ban de aviador de las traídas de matute de Canarias. El conseguidor tenía fama de violento (se contaban las más variadas leyendas de violencia en las que habría participado) pero el botín de calzarse unas gafas de aviador merecía la pena. Más adelante, ya en época constitucional, en otro trabajo fue igualmente advertido por su jefe sobre un compañero también espía (que luego la prensa lo identificó en un altercado de Fuerza Nueva). Y otros espías o “espiíllas” ha tenido este Gil en otros trabajos. De lo que cabe extraer una conclusión: los espías, los confidentes y los delatores han existido siempre y en todo régimen. Nunca han desaparecido ni han sido fruto de un determinado momento histórico. Posiblemente sea innato a la condición humana y sea requisito necesario para la pervivencia de cualquier tipo de instituciones. Inherente al ejercicio del poder y connatural al ser humano, a un tipo de ser humano. Dacio Gil cree que no podría ser nunca un espía. Por principios. Aunque, como veremos, ha habido espías ilustres.
Conversando de libros, de historia y de iniquidad humana con un dilecto amigo –casi un hermano-, docto y fino analista que puede llegar a descomponer intelectualmente con acierto cualquier situación humana, salió a relucir hace unos días el nombre de Arthur Koestler que entre las muchas cosas que hizo en su agitada y a veces tormentosa vida una fue la de ser espía. Leyendo el último libro de Ignacio Sotelo este Viejo Dacio Gil comprobó no sin dolor en la página 119 que ni más ni menos que el padre de la ciencia administrativa, catedrático de Viena, y autor de una amplísima obra sobre Ciencia del Estado, Hacienda Pública y Teoría de la Administración, Lorenz von Stein, ¡era confidente y tenía un sobresueldo de la policía! Y leyendo el ABC del 23 de mayo, en un artículo sobre espías y traición Hugh Thomas cuenta la historia de dos personajes de la guerra civil española que trabajaban para el servicio secreto ruso. Uno de ellos Kim Philby (el célebre Kim de la novela de Rudyard Kipling) cuya autobiografía Mi vida silenciosa desnuda al servicio secreto británico. Su amigo y subordinado Graham Greene siempre destacó sus aspectos humanos: fino observador que tamizaba todo por su tartamudez –como otro ilustre espía, William Somerset Maughan-. Hugh Thomas, por el contrario destaca su vis sanguinaria y asesina de tres periodistas en Caudel, cerca de Teruel el 31 de diciembre de 1937.
Este viejo Dacio Gil es un convencido de que los espías, delatores y confidentes no son una excepción, son un requisito del mundo vigilado en el que nos desenvolvemos, que nada es lo que parece como vienen enseñando los grandes sabios. El espía es una necesidad de las organizaciones y un instrumento del poder más sórdido. Quizás en algún momento fuese sólo una profesión para espíritus fríos y objetivos. Pero la realidad es que cuando se ahonda en las cavernas y las cloacas humanas, el sujeto termina prevaliéndose de sus conocimientos sobre la debilidad humana. Y eso vale para los espías, los delatores, los confidentes, los confesores, los jefecillos, los agentes e inversores financieros, los periodistas y cualquiera que reciba información confidencial. Así es la gloria del mundo: sic transit gloria mundi. No puede extrañar, por ello, que grandes literatos hayan sido espías, censores o correctores. Y que la mayoría hayan sido muy, pero que muy viajados como el inefable Francisco Paesa, capaz de morir, resucitar y volver a morir varias veces. Paesas hay más de los que pensamos. Incluso el sistema de evaluación científica de publicación de trabajos no se libra de estas miserias humanas. Algún día hablaremos en esta tribuna sobre los fraudes en la tribu científica, sus sectas y sus organizaciones parasitarias.
El mundo del espionaje no se detiene con los autores literarios citados anteriormente. El optimista Voltaire del anterior post era conocido en su tiempo como “el señor multiforme” o “el espejo danzante”. Dicen que se hizo espía en –cómo no- en Inglaterra y que desarrolló su actividad en Austria y Prusia, tras ofrecerse varias veces a la Corte para tal labor. Cuentan que una vez escribió a Richelieu proponiéndole la paz con Prusia y que concuía la misiva con “hacer la paz, señor, si se quiere de verdad, es muy sencillo…” (casi idéntica frase a la que empleó cierto presidente del gobierno español muy contemporáneo sobre la tarea de gobierno… A Voltaire su labor de espía le valió para observar al ser humano en diferentes vicisitudes. Asimismo le granjeó disgustos. Parece que sus últimas palabras fueron "¡Dejadme en paz!"
La vida del autor de Robinson Crusoe recuerda también en algo a la de los célebres Amedo y Domínguez, tras sus apuros económicos decidió hacerse espía mantenido por el portavoz de la Cámara de los Comunes. Como espía se llamó Alexander Goldsmith. Tras llegar a ser director-espía de un periódico Daniel Defoe llevó una vida misteriosa y solitaria. Tal vez de la vida de los espías sacó Defoe el material para su exitoso libro. Mantuvo siempre a capa y espada que nunca revelo lo que debía mantener oculto, que nunca traicionó a su señor o a un amigo.
También fue espía Rabelais, inquieto y por ello tránsfuga o tránsfuga y por ello inquieto: franciscano, benedictino, civil, médico, profesor, de nuevo benedictino, autor de Gargantúa y Pantagruel, diplomático, espía… Dacio Gil siente una especial predilección por el gigante comedor y bebedor Pantagruel y por su autor que se atrevió a burlarse de la educación de la época. Vinculado casi siempre al papado se pasó a defender los intereses de la Corona y por un tiempo –como todos los espías- desapareció. Se le atribuyen dos frases antes de su óbito, a cual más ingeniosa: 1. Bajad el telón, la farsa ha concluido. 2. No tengo nada de valor, debo mucho, y el resto se lo dejo a los pobres.
Estos espía literatos eran por lo general muy mujeriegos o, para ser más exactos con las excepciones bisexuales, promiscuos. Graham Greene no se salió de la línea general. Dicen que le gustaba “pecar fuerte” (según parece, le ponía hacer el amor detrás de los altares de las iglesias) para luego “arrepentirse fuerte”. La vida del prolífico autor de el tercer hombre, el factor humano o Monsieur Quijote fue una constante sexo-dolor-religión-verdad. Jamás desveló ninguno de sus líos amorosos y prohibió cualquier mención nominativa a sus biógrafos. Es la paradoja de la doble vida de los espías. Y más de éste que era subordinado de Kim Philby, que fue un espía sin tapujos (no aceptó la tapadera de funcionario de comercio, del British Council o marino o aviador). Dimitió de espía, para dedicarse al periodismo free-lance (acaso otra tapadera) argumentando: “me voy porque esto del espionaje es como trabajar en una oficina”. Más o menos como Vladimir Putin.
John Le Carré (David John Moore Cornwell) es otro conspicuo representante de los literatos espías. Naturalmente también británico. Le Carré ha defendido como nadie la predisposición de los escritores al espionaje. El escritor practicaría la traición y por eso son reclutados por la comunidad secreta. Dacio Gil debe reconocer que, aunque ha visto varías películas basadas en sus libros, no ha leído absolutamente nada de este autor inglés que se autodefine como tránsfuga y traidor. “Procedo de una estirpe de fugitivos…Mi padre era un timador y un presidiario, O sea, un perfecto espía.”
Las letras españolas no se libran de ilustres literatos espías (o censores) conocidos: Quevedo, Cervantes, Pla o Cela. Pero sobre ellos nos detendremos en el siguiente post.
Retengamos únicamente que los espías existen y en mayor medida de lo que creemos (mire discreta y cautelosamente a su alrededor por si le persigue el espía en el que parece haberse transformado –con la laicidad imperante- el tradicional ángel de la guarda). Que resulta incontestable que nos encontramos en un mundo estrechamente vigilado por dispositivos técnicos de vigilancia, además de espías. Que ni siquiera el onanismo tiene garantía alguna hoy de practicarse en la soledad absoluta. Que la historia del espionaje es el testimonio del frágil equilibrio entre la excepción y la regla. Que la lógica de la sospecha ha existido siempre. Que estas prevaricaciones de la razón de Estado funcionan en todo tiempo, también en las regiones más oscuras de las sociedades democráticas. Que cada ruptura con el Estado de derecho –como la acontecida recientemente con los funcionarios o la legislación laboral- lleva aparejado un asilvestramiento de la democracia, una regresión de los valores que supuestamente la fundamentan.
Asistimos impasibles a una metamorfosis del ciudadano en sospechoso. El sedicente sistema de garantías es un mero decorado de cartón piedra. Los espías son el antecedente histórico de las tecnologías inquisitoriales que nos sacan el dinero, nos controlan y nos tienen sometidos al engaño.
Y lo peor de todo es que, de momento, esas tecnologías no son capaces de escribir como los literatos sobre los que nos hemos detenido hoy y nos seguiremos deteniendo en el próximo post. Los artefactos no pueden traicionar con su galanura.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario