Le cueste a quien le cueste habrá que reconocer que intentamos analizar el escenario público con un instrumental absolutamente obsoleto. La valoración de la Comunidad Autónoma de Madrid es un claro ejemplo. Es un auténtico acierto Albert Boadella en los Teatros del Canal. O Fernando Sánchez Dragó en la televisión autonómica. Lástima la supresión de su “Dragolandia”, programa cultural que estaba muy por encima de la media española de los últimos años.
Boadella ha tenido en cartel hasta ayer mismo la obra de Heinrich von Kleist el cántaro roto en una inteligente adaptación ampliada de Ernesto Caballero que introduce una contextualización española muy atinada que recuerda al CGPJ en plena orgía festivalera con el público. Por así decir, Caballero inserta el cántaro roto, que es una sátira judicial de hace 200 años de plena actualidad (el discrecional arbitrio judicial maridado con la arbitrariedad, no se ha alterado con el paso del tiempo) en un contexto de cánticos y fiesta de los jueces en su afán –vano afán- de querer hacer ver que son parte de la sociedad toda. Mas o menos como las jornadas de puertas abiertas bajo el lema “la justicia la hace el ciudadano” que recientemente se inventó la oficina de prensa del CGPJ.
El cántaro roto es un drama corto que satiriza el sistema judicial en un marco de abusos de poder y corrupción: El juez Adán debería hacer justicia sobre la rotura de un cántaro en la vivienda de Eva, pero se despeña por un abismo de triquiñuelas legales e ilegales para ocultar que fue él, Adán, quien rompió el cántaro. La interpretación de Santiago Ramos borda ese mundo de engaños judiciales que terminan desquiciando a la madre haciendo de abogada, al secretario, al imputado y a su señor padre, a todo quique y al propio público también, que ríe doliéndole lo que ve. El espectador se mueve inquieto en la butaca mientras ríe como se ríe y grita de angustia y miedo en la montaña rusa. Pero se ríe al fin, pues se trata de una comedia, de una sátira intemporal de un autor como von Kleist que aspiraba a que el ideal de justicia humana pudiera aplicarse objetivamente entre los hombres (un sistema judicial que, como indica su director de escena, “se parece inquietantemente demasiado al actual de España”).
Pero la obra de Ernesto Caballero es la fiesta de los jueces de la que el cántaro roto es un eslabón irreverente festivo más. Los miembros del consejo de jueces cantan y bailan y quieren hacer partícipe de su gozo a la sociedad. Y en eso los jueces se manifiestan humanos, demasiados humanos, compendio corrompible de ambiciones y frustraciones y de altos y bajos instintos y pasiones. El resultado resulta cómico pero inquietante: ¡es tan fidedigno con lo que en la actualidad nos acontece y sufrimos que los magistrados y magistradas que se crean descendientes de Dios en la tierra tienen que sentir un helador escalofrío al verse en ese espejo! Algunos espectadores se revuelven inquietos en la butaca y algunos se levantan y abandonan airados la representación. Se trata sin duda de magistrados reales o virtuales, de la democracia o del triste TOP. Los más jóvenes aplauden a rabiar y ríen los juegos de palabras y las situaciones absurdas que la compañía El Cruce, con Santiago Ramos y Ernesto Caballero a la cabeza de todo un elenco que está a una gran altura, va desgranado entre bailes y canciones.
Ernesto Caballero merecería una distinción oficial por el espléndido ensamblaje de su obra que engrandece aún más a Kleist. Su lúcida, actual y desprejuiciada iconoclasia hace reír, pensar y dudar de las institucionalizaciones humanas. Estamos necesitados de caballeros andantes como Caballero que nos despierten de este mal sueño en la larga noche oscura en la que nos encontramos.
Los espectadores canarios, manchegos y madrileños hemos disfrutado de este producto auténticamente cultural les pese a quien les pese. Parece que la representación se irá extendiendo (casi es mas certero el vocablo desparramando) por toda España. ¡No dejen pasar el verla! El viejo Dacio Gil se tiene prometido volver a verla donde quiera que se represente, haciendo turismo temático a la capital que acoja a esta compañía El Cruce, pues eso si que son solomillos de cultura y no el gato por liebre que nos colocan de matute las televisiones y productoras. Si, solomillo de cultura; no se inquiete el curioso lector por una metáfora tan alimentaria animal. Pero animales nos están haciendo con tanta carne roja, rosa y amarilla.
El lector inteligente habrá reparado que en una época de indigencia teatral en España se están representando dos obras de Heinrich von Kleist. Por un lado el cántaro roto y, por otro, la Marquesa de O que inmortalizase en los años 70 Eric Rohmer en el cine y que ahora dirige Magüi Mira e interpretan Tina Saiz y Amaia Salamanca (Barcelona, Teatro Romea, hasta el 12 de octubre). Una historia de honor humano –y también de justicia- en medio de un curioso embarazo que parece imaginario.
La actualidad teatral nos permite reflexionar unos instantes sobre Heinrich von Kleist de imprescindible lectura para quien crea, o crea creer, en la justicia y el Poder. Kleist, un funcionario descreído de instituciones garantistas y revoluciones pero cuyo lema era “por encima de todo siempre vence el sentimiento de justicia.”
Quien leyendo Michael Kohlhass no se conmueva es que carece de alma: un tratante de caballos que es objeto de un abuso de poder y trata de solucionarlo por la vía de los tribunales y la legalidad. La venalidad judicial y la falta de independencia le hacen perder todos los juicios. Y lo que es más importante: perder el juicio por acumulación de impotencia. Un Kohlhass del que Ernst Bloch llegó a decir que es homologable a El Quijote con la diferencia de que éste lucha sin apoyarse en ninguna institución, mientras que Kohlhass lo hace apelando a las autoridades, jueces y leyes existentes, llevándolas hasta sus últimas consecuencias con un resultado perverso para él: termina con la cabeza bajo el hacha del verdugo. Quien lea con detenimiento Michael Kohlhass o tenga el privilegio de asistir a la fiesta de los jueces y no le flaqueen las convicciones morales y jurídicas al uso es que tiene internalizado aquel apotegma totalitario expresado por Caifás de “ conviene que sólo un hombre muera por el pueblo y no que toda la nación perezca” al descubrirse el fraude en el que se basa la institucionalización de las garantías de la convivencia. De ser así, debería acudir con urgencia a un psicólogo a revisarse pues puede anidar en él una personalidad psicótica.
Verdaderamente la justicia es tal como se la representa. Es un interminable baile de máscaras, birretes, togas, pelucas, mucetas, mazos y puñetas. Tan interminable que, terminada el día 26 la representación en Madrid de la fiesta de los jueces, han comenzado ya el 27, sin solución de continuidad, los carnavales del caso Marbella que amenaza con el bombardeo mediático durante un año. El libreto es conocido: se disolverán todas las responsabilidades en florilegios forenses, prescripciones y deficiencias probatorias. Y se buscará un fiambre para imputarle todos los crímenes para que la fiesta siga “y la nación no perezca”.
El viejo Dacio Gil tiembla ya por eso mismo. Seguro que ya está cocido que van a buscar un Gil para imputarle todo y dejar las fruslerías menores para que el populacho trague carnaza. Si la festividad del Chivo ya está pasteleada, el viejo Gil habrá de esconderse no sea que en el delirio transgresor de estos carnavales judiciales-políticos-mediáticos entre la policía científica, el Ministerio Público (que no mengua en retribuciones y sinecuras aunque el sector público ya sea literalmente inexistente) y Sus Señorías busquen un chivo expiatorio de trazas Gil, pasando el humilde usufructuario de esta Tribuna Alta Preferencia a ser fiambre por obra y gracia de algún sicario a la sazón agente secreto engrasado con fondo de reptiles, para poderle imputar a Gil todas las barbaridades perpetradas y consentidas y que los demás no terminen tirando de la manta dejando al descubierto la desnudez imperante.
El viejo Dacio Gil tirita porque los jueces y juezas tras las fiestas también se emborrachan, cantan, se entregan a la concupiscencia irrestricta, adoran al becerro de oro y hasta se solazan con la televisión basura. No se diferencian en nada de los demás humanos; vagos y maleantes incluidos.
Heinrich von Kleist no pudo soportar los carnavales de su época. Sus coetáneos no le tuvieron en la consideración debida. Era un genio que sólo fue reconocido con posterioridad. Como pasa siempre con los genios.
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