Desde que la doctrina Leon Panetta se ha impuesto tras el óbito en directo de Bin Laden, guardar en casa aquella película X adquirida en un mercadillo cualquiera o copiada por un colega tiene hoy sus peligros. Ahora la pacífica posesión de cualquier película de contenido erótico subido, y no digamos ya burdamente pornográfica, es indubitable prueba de cargo de terrorismo o, al menos, de felonía moral muy grave. Así es la doctrina científica de los espías dominantes y así hay que aceptarla. Así de simple es también la prensa con la que nos desayunamos. De eso lleva hablado largamente el círculo de amigos prejubilados truncos del viejo Dacio Gil con los que se encuentra casi a diario en el parque: Ovidio Nasón, Lisio Visconti, Enrique Beyle, Pepe Ortega, los foráneos Salviati, Bottmer, Del Rosso y el resto de “vidas desperdiciadas” que se reúnen en el banco del parque a hablar de la vida, los sentimientos y sus circunstancias: toda la peña se ha deshecho ya de los DVDs furtivos en los que aparecen hombres y mujeres desvestidos. Y no por miedo a la reprimenda de las parientas sino por miedo a “los secretas” que puedan irrumpir de súbito en tu domicilio o en tu reproductor exhibiendo la placa acreditativa de policía científica imputándote delito de leso terrorismo.
Precisamente por esa causa de los DVDs, el inquieto Luis Apolodoro el otro día lanzó un órdago a los concurrentes: “a que no me acompañáis mañana – nos espetó a toda la peña de previos prejubilados truncados- al visionado de una película de cine negro y amor blanco. Cine negro y amor blanco nada menos.” Muchos de los peñistas no se decidieron por las razones más absurdas: que si a uno no le gustan las películas de pederastas (por aquello del amor blanco, pues blanco es sinónimo indefensos niños, supusimos todos); que si otro no soporta las blandenguerías de galegos homosexuales (algunos colegimos que se debía a un equívoco con el orden : amor blanco y Blanco Amor); Francisco Alberoni, que está un poco teniente, pero es muy visto y muy leído, entendió que se trataba de una película de galgos (con sus dificultades auditivas confundir galegos con galgos es comprensible) y arguyó su poca fe en los derechos humanos de los animales. Francisco dijo que se lo pensaría. Y en este punto Luis Apolodoro se revolvió de súbito: “Pues iros todos a ver por la tele el Roland Garros ese que yo voy a visionar una película de un director independiente. Y trata sobre carreras de galgos sí. Bestezuelas se llama” . Al viejo Dacio Gil no le gusta contrariar a Apolodoro porque sabe que es un inquieto cinéfilo que suele proponer verdaderas exquisiteces, una vez supera su timidez.
El viejo Dacio Gil nunca ha sabido de dónde puede sacar las copias este inquieto Luis Apolodoro para su visionado privado, siempre ha supuesto que conocería a gente importante en el mundo de las distribuidoras o algo parecido. En este caso la decisión de acompañarle fue especialmente exitosa para el usufructuario terapéutico de esta Tribuna Alta Preferencia, pues hasta pudo escuchar en vivo y en directo las propias explicaciones de su guionista y director, Carlos Pastor, que se encontraba sorprendentemente presente. La película Bestezuelas ha impactado vivamente en el viejo Gil haciéndole pensar en muy varios niveles:
a) En esto de los productos cinematográficos pasa lo mismo que con el futbol en Rojiquistán: para los medios sólo parecen contar la Roja cuando gana y los cuatro jinetes de la Champions por competir con la elite . El resto es considerado casi lumpen o es silenciado simplemente. Y esa escisión en dos del cine español no parece seria al viejo Gil. Hay exponentes brillantes como esta película Bestezuelas, de Carles Pastor, que cuesta localizarlos en el panorama cultural patrio donde se exhibe, por contra, mucha mediocridad.
b) El mundo de los canódromos evoca juventud para Gil. Juventud y franquismo. Quienes no eran hijos de notarios o gente instalada no podían prodigarse por el selecto hipódromo (Madrid, San Sebastián, Sevilla, Jerez) y acudían -casi furtivamente- de vez en vez al canódromo. En aquella época de las pías “Apuestas Mutuas Deportivo Benéficas” (concatenación de palabros que evidenciaban que el juego lo gestionaba el Estado a través -cómo no- de un Patronato) las apuestas eran un mundo casi prohibido para los jóvenes. Todo lo contrario que en la actualidad, que se ha convertido en una religión y se apuesta por todo. Cuando acudía uno a la Vía Carpetana de Madrid a las carreras de galgos, lo hacía con mil y un prejuicios. A simple vista, no parecía un mundo muy limpio, pero, si la suerte venía de cara, podías ganar unas perrillas con muy poca inversión. Era también una escuela de vida en ese mundo del grito desesperado del tipo ¡Tira 2!, ¡tira 2! O del ¡Vamos 6! ¡Vamos 6! para animar al pobre galgo por el que nos habíamos jugado los cuartos y que el can, agradecido por los gritos, terminara cruzando la línea de meta sin tener que recurrirse a la fotografía y al reparto del premio por “ex aequo”. El canódromo era el hermano pobre del hipódromo: más sórdido, con asistentes mucho menos atildados que en los caballos y con un sempiterno - e injustificable- aroma a pucherazo, por lo que era aconsejable, además de hacerse con la guía de la jornada (con el ranking de cada can), acercarse al paseíllo de los participantes sujetos por los cuidadores de bata gris para comprobar si estaban tan hambrientos como los propios cuidadores, si eran tan feos, si estaban en celo como los cuidadores cuando fueron jóvenes o si apestaban a orines. Lo de la excitación asistida era una suposición de las mujeres al ver a los pobres perros en un gran estado de inquietud. Ese era el método indiciario (casi tan científico como la policía científica) para aparentar que no se apostaba a ciegas, cuando se apostaba casi siempre a ciegas. En esto de la apuesta hay que reconocer que las mujeres siempre han tenido un sexto sentido y acertaban con mayor relativa frecuencia.
Es la película de Carlos Pastor un buen exponente del cine independiente hispano, pues reúne calidad en el guión, en la interpretación, en el difícil montaje y en la música étnica y de fusión que acompaña a las escenas más cimeras. También lo es por la forma en la que solventa las indudables dificultades técnicas que entraña una película con tanto perro (animal y humano).
Alguna escena de la película puede llegar a poner en duda ese viejo apotegma aplicable a las sedicentes profesiones humanas que dice “perro no come carne de perro”, pero es una perfecta simbiosis de violencia y amor entreveradas con una elemental ética en los negocios turbios y asimismo una ética en el amor y hasta en el sexo. Pero sobre todo es un canto a la obnubilación pasional que sufrimos los hombres con la Perlas (así se llama la protagonista), que nos pone en el disparadero; y la base “blanca” del amor en mujeres como Perla. Es un thriller sí. Pero también es -y sobretodo- una historia de amor y de búsqueda de destino vital en el lumpen para salir del lumpen.
Por razones que son obvias, al viejo Dacio Gil le encantó el señor Núñez (Joan Molina) porque encarna la ética del negocio. Asimismo quedó embobado en la escena del galgo negro, rápido, bello y listo, que es sacrificado por descubrir que en esta vida todo es un montaje. Pero hay que reconocer que la atractiva y morena pero blanca Perla (Marian Álvarez), el inadaptado expresidiario Fabio (Gustavo Salmerón) y el currante y obnubilado enamorado Lillo (Roger Casamajor) forman un trío -triángulo, mejor- muy logrado. Altura que alcanza a todos los actores del reparto, que clavan el papel que les corresponde en el submundo de las carreras de galgos.
Lo sorprendente es que bajo la capa de una película relativa a un mundo tan concreto –y prácticamente extinguido en España- como los canódromos y sobre la violencia, subyacen entretejidos mensajes positivos inequívocos sobre el amor, el proyecto de familia, la ética en las relaciones de pareja y la ética en los negocios. El film permite reflexionar sobre el papel de los hombres ante una perla femenina. El desafío de ésta al poder y el dinero al hacer primar los afectos queda como moraleja, pero hasta llegar a ese colofón la película muestra cómo el submundo se rige por las mismas reglas que el mundo y el supramundo: la vida es una apuesta, de la que algunos se aprovechan.
Puede que los jóvenes no alcancen a hacerse la verdadera representación mental de lo que significaron los canódromos para la generación del viejo Dacio Gil, pero es una película también recomendable para ellos pues hace pensar (“perro no come perro”) en muchos niveles sobre la deriva actual de la sociedad casino y sus manipulaciones electrónicas. Pero manipulaciones al fin, como el hambre o la “excitación asistida”. Ni en éstas ni en las manipulaciones sobre las que versa Bestezuelas hubo ni habrá control antidoping. Otra de las razones por la que es recomendable la cinta es porque la vida cotidiana de un canódromo no es nada fácil técnicamente de llevar a imágenes coherentes para el cine y Pastor lo logra con verismo y plasticidad, a pesar de las limitaciones financieras que parece que le apretaron al máximo para la confección de la película.
Y otra importante virtud de la película es poner al descubierto los abismos a los que pueden conducir las pasiones humanas (el poder, el dinero, las mujeres…). Una reciente noticia nos alarmaba nuevamente con Guatemala: 27 campesinos fueron asesinados y luego decapitados al no encontrar los “zetas”a su patrón en la finca en la que aquellos trabajaban. Un ejemplo de la violencia que subyace en este mundo sedicentemente garantizador universal. No vale decir que Guatemala es diferente.
Bestezuelas, eso es lo que somos cuando interfieren las pasiones. Pero no nos atrevemos a decirlo. Carlos Pastor nos lo recuerda con una historia de Amor (con mayúscula). Amor blanco, muy blanco, como protagonista entre tanta violencia.
Perra si que ama a perro(s). Y, acaso, viceversa.
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