viernes, 13 de mayo de 2011

CARTAS DE AMOR: CAPACIDAD Y SENTIMIENTO PARA ESCRIBIRLAS.

Recientemente se han exhibido dos películas cuyos guiones, en apariencia simples, alcanzan de lleno la sensibilidad del espectador, conmueve su elegancia y el gusto con que el tema es tratado ante la cámara e impacta la belleza exótica de sus protagonistas pero terminan dejando un cierto regusto a ocasión perdida. O tal vez a incomprensión. Naturalmente el veterousufructuario de esta Tribuna Alta Preferencia se está refiriendo a Copia certificada del director iraní Abbas Kiarostami y Una dulce mentira del francés Pierre Salvadori. Cualquiera, cuando termina el visionado, se agita insatisfecho como si su intelecto y su sensibilidad se hubieran detenido de súbito y fuese incapaz de extraer toda la esencia de estos dos filmes. El espectador, a la hora de recapitular sobre lo que termina de ver, muestra cierta confusión y una relativa desorientación mental.

¿Cómo es posible que, reuniendo ambas películas unas muy altas dosis de esteticidad, no se desborde el éxtasis, siendo aclamadas? ¿Cómo, si Juliette Binoche y Audey Tautou muestran su espléndida belleza genuinamente francesa, no brillan los ojos de los espectadores de emoción? ¿Por qué, si el sereno y elegante tratamiento cinematográfico es de una belleza deslumbrante -pareja a la del mejor Almodovar-, no se termina bien ponderando la estética elegida para transportar el mensaje? El viejo Dacio Gil le ha dado muchas vueltas a estas cuestiones durante largo tiempo y llega a una única conclusión para justificar estos yerros del entendimiento: ambas cintas tratan del amor, y el amor es en sí mismo contradictorio, está repleto de oximorones pessoanos. De ahí tal vez que las dos películas no hayan recogido los plácemes que su calidad verdaderamente merece. Posiblemente sea el amor el que las ha malogrado de cara a un público -entre los que se incluye este Gil- que se ha -nos hemos- acostumbrado demasiado fácilmente a golpes, porrazos, carcajadas fáciles y a efectos especiales rocambolescos e impactantes.

Ninguna de las dos películas es comercial (¡faltaría más!) y no podía esperarse un éxito de taquilla, pero su fulgurante paso por las pantallas denota que hemos perdido todos atributos de sensibilidad y, lo que es peor, ante los avatares del amor estamos indefensos, hemos perdido las condiciones para movernos en las sensaciones y los sentimientos más esenciales, o que deberían ser más básicas en el plano humano. Perdemos a pasos agigantados la capacidad de contemplar la belleza de lo especialmente simple: la evolución de un matrimonio, por un lado; la manifestación del amor naciente, a través de la elaboración de una carta de amor,por otro lado.

Una dulce mentira gira en torno al amor pero especialmente sobre las pseudo cartas de amor que suceden a una auténtica carta de amor sentido: no todo el mundo es capaz de escribir una carta de amor, ni en sus elementos sustantivos ni en los adjetivos. No todo el mundo es capaz tampoco de leer una carta de amor. Y no digamos ya sacarle la esencia de intersubjetividad. El eje central del guión de esta película son las cartas de amor: Por un lado, la necesidad de estar enamorado o saber cuáles son los elementos cardinales del amor para poder plasmar unos sentimientos. Por otro, tener una cierta habilidad literaria, de observación del otro, y capacidad metafórica imprescindibles para plasmar un sentimiento tan complejo que alcance el corazón del corresponsal; a la sensibilidad abierta (y puede que a la predisposición a la reciprocidad) del destinatario.

No es extraño que entre los libros más vendidos en los años 50-70 en España estuvieran los libritos conteniendo diferentes modelos de estilos y de fórmulas de cartas para enamorados, que hoy se denominarían, más o menos, manuales de autoayuda. El viejo Dacio Gil ha conocido grades hombres (está pensando en don Alejandro) que reconocían que era tan grande su amor y tan intensa y vital su necesidad de conquista de la amada que no dudó en buscar y adquirir uno de esos libritos para confeccionar sus cartas a su amada en la lejanía del servicio militar en provincias, alejado de aquella mujer por la que perdía el sentido… y la capacidad de plasmar negro sobre blanco su sentimiento desbordado. Y don Alejandro no era un don nadie en aquella época ni lo fué nunca luego.

Con el auge de los emails y los mensajitos telefónicos apocopados (y con la trasformación actual del amor en un aquí te pillo aquí te amo capitaneada mayormente por el género femenino; todo hay que decirlo) la conquista epistolar ha perdido su encanto y tal vez su razón de ser. Todo es hoy mucho más “postprosaico”, que ya es decir.

Para evadirse también de esa realidad el viejo Dacio Gil viene indagando en diferentes cartas de amor a lo largo de la historia y se ha encontrado con grandes sorpresas, tanto literarias como sentimentales. Le ha pasado con las cartas de amor lo que le pasa con todo: al huir de las deformaciones de la burocracia e intentar adentrarse en un mundo que consideraba simple como era el de la felicidad se topó con que éste era mucho más complejo que la burocracia; huyendo de la eficacia y la eficiencia buscó en el mundo del amor y se encontró con un auténtico “desideratum”, mucho más complejo que el “vuelva usted mañana”. Su mentalidad cinegético-bibliófaga le ha llevado a irse haciendo con una biblioteca sobre sentimientos que le hace cada vez más reducido el espacio vital e, inversamente proporcional, más amplios los inmensos confines de los sentimientos humanos, inabarcables para el viejo Dacio Gil. Hoy casi rechaza por irreales su colección de tratados de derecho administrativo y de ciencia de la administración (que paradójicamente no son más que unos cuantos principios sobre la policía, la única ciencia en la actualidad) así como los de teoría del Estado y derecho constitucional. Reconoce, eso sí, que no han perdido tanto valor los libros de sociología, sobre todo los de sociología de lo cotidiano, pues de éstos siempre pueden sacarse algunas conclusiones prácticas… aunque hoy los de metodología marxista, a la provecta edad del viejo Dacio Gil, inducen irremisiblemente al sopor antesala al abrazo de Morfeo.

Comprueba, por otra parte, el usufructuario terapéutico de esta Tribuna Alta Preferencia que cada vez tiene más rasgos parecidos a Carmen Laforet. Parece que creciera en él el hemisferio cerebral proclive a la cosmopercepción femenina de las cosas. Diríase que el viejo Gil es cada vez más “lesbiano”; casi, casi –salvando las distancias ideológicas y sexuales- como el proceso sufrido por el escritor Louis Aragon que, en la edad tardía -tras el matrimonio con una de las hermanas Kagan, con Elsa, recuperó los sentimientos adolescentes de ambiguedad , cuando no abiertamente homosexuales.
Pero, sí, el viejo Gil se aprecia similitudes con la escritora de Nada (esa “nada” que saben valorar los viejos y sólidos pensadores a los que la vida ha enseñado a discernir los ruidos de las voces) y no sólo por la admiración de la escritora por el etólogo Konrad Lorenz y por nuestra común amada Lou Andreas Salomé, sino por otras características (bastante significativas) de un periodo significativo del decurso vital de la escritora catalana-canaria. Por cierto, que constan epistolarios amorosos en los que también ella se vio involucrada. Prueba de que era una mujer bella de cuerpo y de alma. Atormentada, claro, como cualquier ser humano que haya pasado por vivencias como las vividas cuando era joven en Canarias.

Espera no incurrir el viejo Dacio Gil en la falta a los compromisos (editoriales) que caracterizó en alguna etapa a la que fuera ganadora, contra todo pronóstico, del primer premio Nadal (sí, Nada ganó el Nadal, antes de que Nadal fuese conocido por ganarlo todo a base de raquetazos) y pueda plasmar sus digresiones sobre las cartas de amor en próximos posts.

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