Allá por los primeros días del año 1993, el club Atlético de Madrid se encontraba en un gran bache –acababa de destituir a Luis Aragonés como entrenador, por los malos resultados- y contrató a un reconocido entrenador que había sido antes un mediocampista fino y elegante. Como entrenador había cosechado grandes éxitos en el Buenos Aires más humilde, en el barrio de Avellaneda, más en concreto en el club Racing, dónde, por el espíritu solidario y combativo del equipo, se le conoció como el jefe de la familia roja.
Cuando llegó a España Omar Pato Pastoriza, a entrenar al Atlético de Madrid, éste era un equipo roto y poco luchador. Pastoriza intentó contagiar su espíritu combativo al plantel de jugadores pero la prensa deportiva madrileña se cebó con él desde su llegada, hasta el extremo que duró apenas dos meses y cinco partidos. Omar Pastoriza, como buen rosarino desarrollado en el barrio de Avellaneda, era, a pesar de sus estudios sólo secundarios, un prodigio de freses ágiles e incisivas (siendo seleccionador de Venezuela dejó sentada esta lapidaria frase aplicable hoy 100 % a la realidad hispana: El futbol es patria porque cada pueblo marcha al ritmo de su selección nacional). Al final de un partido algo bronco, uno de los periodistas de cámara que ya lo tenían sentenciado, le inquirió sobre si el ardor de su equipo rayaba la violencia, a la que Omar Pastoriza, con su proverbial facilidad de palabra, respondió categórico: En España confunden el fútbol con un Liceo de señoritas.
El desaparecido Omar Pastoriza fue, además de un fino estilista, un visionario: se anticipó al delirio (político y mediático) de la Roja y a la realidad hispana (política y mediática) que es verdaderamente un Liceo de señoritas.
Y en ese mundo Liceo de señoritas, es todo un lujo para el viejo Dacio Gil volver a comparecer del brazo (o mejor aún abrazado: ¡que sueños!) de una mujer con el rostro y la figura que nos han legado las fotografías de 1880 y 1882 o con la sugerente y sensual imagen de Dominique Sanda en la película de Liliana Cavani Más allá del bien y del mal. Una auténtica señorita (“su hija es un diamante, señora” le dijo un viejo preceptor a la santa madre de nuestra protagonista) en la completa acepción de la palabra. Y no sólo, por supuesto, por los atributos morfológicos sino por la personalidad, inteligencia, criterio y voluntad de nuestra protagonista.
Escritora culta, libre, integrante de los mejores y más avanzados foros intelectuales de su época (socialismo, feminismo, la incipiente psicología, los círculos de Viena, París, Munich, Roma etcétera), confidente de los hombres más brillantes, mujer muy viajada y que pudo dedicarse al ejercicio clínico de su profesión de psicóloga intentando restablecer el equilibrio mental de mucha gente tras el trauma de la postguerra (Freud la calificó como “el poeta del psicoanálisis” y de mujer transida de “alegre optimismo”, y la apodó "la comprendedora"), que supo encarar la vejez de la manera más positiva (Peters certeramente habla de ella y de la fase final de su matrimonio con el brillante calificativo de “madurez sin desengaño”), celosa de su privacidad presente y futura y nada, nada conflictual; ni siquiera en su puesta en cuestión de los convencionalismos sociales.
El viejo Dacio Gil se alinea con su mejor biógrafo Heinz Frederick Peters y no puede negar cierta predilección por esta mujer que ni se vendió ella misma ni vendió a sus amigos o amantes, aunque cada cual, si esta mujer no le resultase indiferente, debería atreverse a sacar sus propias conclusiones de ella. Pero es claro que –escribe Peters- “lo que el místico llama amor con Dios, lo llamaba Lou unidad del ser; y si el místico busca esa unidad en la oración y la meditación, Lou lo buscaba en el amor. El afán de hallar la completa unión era la fuerza motriz de su vida amorosa”.
Lou la enamoradora, Lou la amorosa, todo lo demás serán conjeturas carentes de las más elementales probaturas documentales. Existe certeza de un sinfín de enamorados y pretendientes y una legión de dicterios y rumores propalados por lenguas viperinas de su mismo sexo capitaneadas por la hermana del ilustre filósofo sajón.
Frecuentó a las mejores ideólogas del feminismo pero nunca se consideró una de “nosotras”. Lou pretendió llevar a cabo la vida de sí misma con libertad y sin imposiciones ideológicas o convenciones sociales. Lou creía en la feminidad pero dudaba del feminismo. Llegó a afirmar en el trabajo “palabras heréticas contra la mujer moderna” que la feminidad es indudablemente floración feliz, extraordinariamente feliz –ojalá las mujeres lo comprendieran. Lou frecuentó y colaboró con Helen klot Heydenfeldt, Sophie Gouldstrikker (feminista homosexual, que vestía como un hombre y regía un establecimiento fotográfico), Anita Augspurg (titular del primer bufete de asistencia jurídica a mujeres), Frieda von Bülow (una feminista intelectual que buscaba un modelo estrictamente femenino sin hostilidad hacia los hombres y sobre la que Michaud arroja la sombra de haber sido amante de Lou, en base a la casi completa desaparición de la correspondencia entre ambas), la novelista y pedagoga sueca Ellen Key , mujer que siempre proclamó no haber tenido intimidad jamás con ningún hombre (con la que pasaba largas temporadas en Alvastra, en cuya playa consta fotográficamente que ambas se bañaban desnudas en 1911).
Hoy difícilmente una paritarista o una feminista admitiría de grado la frase de Lou La grandeza de la mujer radica en la falta de ambición. Es un organismo encerrado en sí mismo que disfruta en sí mismo de la felicidad de existir. Como concluye Giroud, ella no forma parte del colectivo de mujeres de su época que hablaban de liberación; está por encima o, en todo caso, fuera.
Participó activamente de las mejores tertulias sobre el incipiente socialismo europeo pero nadie puede atribuirle en rigor militancia en alguna de sus líneas de pensamiento. Se limitaba a intentar aprender de cada ser humano, para así poder trasladar lo aprendido a su proyecto de vida en libertad.
Acompañó a mentes preclaras en el centro de la intelectualidad mundial que algo se barruntaba del próximo colapso trágico de un sistema de vida y convivencia con la Primera Guerra Mundial. Si se siguen sus memorias con atención (“Mirada retrospectiva”) se comprobará que en ellas no se recogen emociones directas, ni descripciones de uniones amorosas ni heridas íntimas. Hacen un frio resumen de todos (o casi todos) los personajes de la época que la pretendieron o frecuentó, pero nada puede colegirse si sus relaciones llegaron a ser físicas. Stephane Michaud parece apuntar que en una ocasión pudo ser forzada o violada por el escritor Constantin Brunner (“¿Realmente Brunner retiene a su amante en el momento más intenso de su relación?”) aunque lo expone entre brumas. Lo que sin embargo afirma de manera categórica es que si Ellen Delp (a quien Rilke y Lou llamaban “hijita”) no hubiera deslizado su indiscreta confidencia a H.F. Peters, nadie hubiera sabido nunca que Lou estuvo alguna vez embaraza, con lo que las conjeturas de su vida hubieran sido aún mayores, sólo desveladas por algún testimonio de sus amantes recogido por el propio Peters. De las memorias de Lou no habrían podido extraerse sino exclusivamente destellos de amor, entrega y ternura. Y también, por supuesto, de firmeza en el final de las relaciones. De ahí que Peters hablase de sus connotaciones de hermana o de esposa como característica de su relación con los hombres.
Ha quedado, pues, que Lou poseía el don de penetrar completamente en el alma del hombre que amaba. “En mi larga vida –afirmaba el médico sueco Bjerre- no he conocido a nadie que me haya entendido tan rápido, tan bien y de una forma tan plena. A su fuerza de voluntad poco común le gustaba triunfar sobre los hombres…su compañía resultaba estimulante. Se sentía en ella la chispa de la genialidad. Uno se sentía más grande en su presencia”. Con Sigmund Freud ocurrió lo mismo: siente una fuerte atracción por “esta mujer de inteligencia terrible”. Atracción que fue larga y fructífera para ambos (aunque Freud nunca agradecería lo suficiente los desvelos de Lou con su hija Anna –fue su tutora intelectual y personal-, a la que el maestro la encomendó para que la hiciera crecer como escritora y persona) aunque sólo en el plano intelectual pues nunca tuvo -según él mismo confesó a un amigo tras la muerte Lou- ningún deseo sexual hacía ella, a pesar de haber sido el padre del psicoanálisis un auténtico Casanova. Como señala Giroud, Freud la amó con ternura, le agrada su sencillez y su naturalidad. “El hombre más pesimista del mundo –según Giroud- , el que dirá no entra en los planes de la Creación que el hombre sea feliz, se siente fascinado por la confianza de Lou en la gloriosa belleza de la vida.”
Otra característica de Lou Salomé es su la forma como enfocó la vejez, tal y como han destacado unánimemente todos sus biógrafos. Trabajó sin desmayo hasta sus últimos días pues no le gustaba que la compadeciesen. Adoptó a la hija de su marido Andreas y su ama de llaves, María Apel y pulió sus memorias de aristas personales. Repitió que merecía la pena envejecer y trató de ratificarlo con sus obras. Parece que al final de sus días, se llegó a interrogar para qué había valido tanto trabajo desarrollado en su vida. Su vida dejó una estela indeleble. Su vida será una u otra cosa según la imaginación y la información de cada cual. El viejo Dacio Gil lo tiene claro: era la Diosa de la belleza, la ternura y el amor. Ahora que todos malbaratamos por todas partes la palabra empatía, bueno será rescatar que Lou entendió la psicología de los hombres (de tantos hombres) como nadie parece haberlo hecho: poniéndose en la posición, las pulsiones y los encelamientos de la mente de los hombres sin intentar imponer más que su idea de la libertad compartida o su gusto por la vida. Como acertadamente apunta su biógrafa Giroud, hasta ella ninguna mujer fue deseada por tantos, salvo quizás algunas actrices, y ese hecho no le resultaba en absoluto desagradable, aunque sintiera más el deseo de amar que el de ser amada: un rasgo poco femenino.
Y ya, casi para terminar (¡que pena, con lo agustito que se está abrazado a Lou!), interesa a este viejo Dacio Gil disipar las sombras de duda (hipótesis lo llama ella) que parece auspiciar Françoise Giroud en su biografía de Lou: por un lado un “hipotético” incesto durante su infancia por parte de algún hermano, colegido simplemente del dato de que llamase a Ree y Rilke “hermanos”. Por otro una “hipotética” anorexia deducida de los datos de que Lou era excesivamente delgada, comía como un pajarito, no tenía unos senos voluminosos y era especialmente brillante en el plano intelectual. Ni que decir tiene que ambas hipótesis parecen traídas por los pelos con objeto de aumentar las ventas del libro. Giroud no aporta ningún documento o testimonio más o menos científico que corroboren su liviana suposición.
El curioso enamorado o la curiosa escrutadora –o viceversa- pueden llegar a las conclusiones a las que su fantasía, experiencia mundana o personal y análisis de datos les conduzcan. Lou no se lo ha dejado fácil, pues expurgó su memoria y su Mirada retrospectiva de datos escabrosos. En las antípodas de lo que se lleva hoy en día. Pero cada cual es libre de llegar hasta donde pueda o quiera. En cualquier caso Lou Andreas Salomé es una mujer interesantísima y casi sin paragón en la historia. Bueno sí, tal vez Aspasia de Mileto, a la que amaron los filósofos y Pericles desposó, pueda considerarse un antecedente de Lou. Poco sabemos de su vida, pero las malas lenguas coetáneas también la tildaron de hetera. Otra mujer interesante pero de la cual el viejo Dacio Gil no dispone del caudal de información de la protagonista de estos cálidos abrazos.
Quien sienta curiosidad por Lou puede intentar conseguir la película de Liliana Cavani “Más allá del bien y del mal” que a Dacio Gil le parece una buena película si se la contextualiza en su época de producción dentro del cine italiano. La película es una libre adaptación de hechos rigurosamente históricos. Sólo falla en su parte más lírica y pretendidamente artística, que parece demasiado escorada en sugerir la homosexualidad latente o explícita de los otros miembros de la santa trinidad. Y ya para el perdidamente enamorado, Dacio Gil recomienda hacerse -cuestión nada fácil, por otra parte- con la ópera titulada Lou Salomé de la que fué compositor el malogrado director de orquesta Giuseppe Sinopoli con libreto de Karl Dietrich Gräwe.
Y ya como colofón, para los expertos en secretos de alcoba y desnudeces morales, el viejo Dacio Gil propone comparar la vida de Lou con la de Sabrina Minardi que ha sido aireada recientemente en los medios (EL PAIS 10.10.2010), una escort (hetera en el lenguaje de los antiguos griegos) a la que parece que "amaron" futbolistas, mafiosos, banqueros de Dios, arzobispos y políticos. Quien opte por Sabrina Minardi y sus historias no debería intentar indagar la vida de Lou Andreas Salomé, pues perderá el tiempo. Sería como comparar la seda o el lino con el esparto. Para los hombres la atracción femenina es una cosa y la belleza femenina que te atrapa irremediablemente otra. En lo poco que se sabe (escabroso todo) sobre Sabrina Minardi es difícil encontrar un gramo de empatía. En Lou debieron haber toneladas…
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