martes, 31 de agosto de 2010

LA MUJER NO MUERE DE AMOR, PERO LANGUIDECE POR FALTA DE AMOR.

Con una satisfacción difícil de plasmar puede este viejo Dacio Gil traer a esta Tribuna Alta Preferencia a una mujer excepcional por cómo supo captar y gerenciar los recovecos más insondables de la mente humana masculina. Una auténtica Diosa que no necesitó ni de leyes, ni de burocracias ni de la existencia de una aristocracia de género para dejar constancia de sus mejores cualidades, que debieron ser muchísimas a ojos de sesudos hombres que sabían discernir una máscara de un rostro espontáneo y natural. Quienes la conocieron, todos los hombres que la conocieron, fueron sus apóstoles. Y ya es difícil la práctica unanimidad en una época en la que la mujer deseada debería pasar a ser propiedad del varón que la cortejase y venciese su primera defensa.

La vida de esta acaparadora de sabios ilustres dista de ser un símbolo feminista o, como hoy se dice, “de género”; la vida de este pedazo de mujer debió sobrevivir a la mirada escrutadora indiscreta de buen número de mujeres que envidiaban su capacidad de seducir a todo un ejército de hombres distinguidos e ilustres. Supo sobreponerse a la jauría femenina que la tildó de meretriz, de bruja, de ocultista, de mujer licenciosa y disipada, de frígida, de ambiciosa, de masculina y otra cantidad enorme de supuestos atributos oprobiosos. Desde su propia madre a la hermana de uno de sus amantes más distinguidos, pasando por esposas, madres y amistades femeninas de la extensa congregación de pretendientes que tuvo a lo largo de su vida. Incluso de las alegres comadres de la universidad de Gottingen que la apartaron por supuestas prácticas de brujería. Verdaderas calumnias dijeron de esta diosa muchas mujeres sin apenas conocerla; sólo por denostar el interés enorme que suscitaba en los hombres más destacados. Con mucho más encono y veneno que el que pudiese haber vertido cualquier amante o pretendiente despechado, como fue el caso del filósofo Friedrich Nietzsche o del escritor y político Georg Ledebour. Lou Andreas Salomé simboliza el conocimiento profundo –o la lúcida intuición-, entre otras muchas cuestiones plasmadas en su ingente producción científica y literaria, de las pulsiones, los reflejos e inhibiciones de la mente de un hombre, de todos los hombres. Al menos de todos los hombres de la “buena sociedad” centroeropea de la transición de los siglos XIX a XX.

Le consabida envidia liberticida femenina intentó destruir en diferentes planos el devenir áureo de esta correosa atrapagenios permanentemente juvenil y natural: todos la pretendieron, todos morían por ella y muchos murieron efectivamente por ella. Ilustres racionalistas y no menos ilustres irracionalistas perdieron literalmente la razón por esta musa. Las maledicencias más procaces, las insostenibles imputaciones de brujería, las constantes tachas de vida licenciosa y promiscuidad sexual persiguieron siempre a esta mujer en los ámbitos más cultivados de la época y en las capitales culturales de Europa. Ingenuos de nosotros si pensamos que los rumores y maledicencias son exclusivos de la época líquida y estulta que nos ha tocado vivir en el siglo XXI, infestada de paparazzis, prensa rosa, e informativos levanta-faldas, baja-pantalones y levanta-sábanas. Medios y paparazzis que cuando no logran levantar nada escandaloso se lo inventan o se manipulan instantáneas. Aquella época berlinesa, vienesa, petersburguesa y parisina era tan cruel o más que la presente. Hasta una incipiente feminista y contrastada luchadora por la dignidad humana como Malwida von Meysenburg escribió cartas en contra de Lou. Cartas menos incendiarias que las de Elisabeth Nieztsche, pero reprochando el proceder de esta mujer que hizo dudar a su propia madre sobre la esencial irreprochabilidad de su comportamiento.

Con una estela de oprobio cubrieron sus contemporáneas a esta mujer tan enigmática para ellas y tan seductora para ellos. Instalada con su único marido legal, el orientalista Friedrich Carl Andreas, en su casa en el Hainberg, en Gottinga, las nuevas vecinas propalaron todo tipo de insensateces sobre esta Sibila y su marido: que si vivían en pisos separados, que si tomaban el sol desnudos en grupo, que si practicaban ocultismo, que si ingerían brebajes que les hacían aparecer con 30 años menos, que si guardaban los secretos de los fakires… Muchas de estas imputaciones parecen estar documentadas, pero otras eran fruto de la malignidad femenina frente a una mujer diferente y un grupo de intelectuales que avistaban ya un cambio cultural como el que se cernió sobre el centro cultural de Europa hasta la fecha.

Visto con la óptica de 2010 uno no acierta a saber cuáles eran realmente sus atributos seductores, pero repasando detenidamente todos los testimonios esa mujer debió ser no una musa sino una auténtica Diosa que llegó a conocer a la perfección la mente masculina y los profundos mecanismos de sus pulsiones dentro del frágil equilibrio razón-pasión. ¿Qué tenía esa mujer a los ojos de un hombre y a los ojos de todos los hombres? ¿Qué atributos femeninos le adornaron desde bien pequeña para volver locos a los hombres maduros, jóvenes o provectos; casados o solteros; con hijos y sin hijos, a la par que recios, distinguidos, cultivados y hasta envarados? ¿Existe una sola mujer que haya podido ser amada (y no sólo pretendida y deseada) por “todos” los hombres? Pues parece que si: Lou Andreas Salomé. Y de una manera tan apasionada que conducía hasta la antesala de la muerte si no a la muerte misma. Los hombres se perdían ante la seducción natural de esta mujer, su naturalidad y la profundidad de su pensamiento. Y no se trataba de hombres cualquiera sino de la “creme de la creme”, de los más selectos entre la elite, dotados de superior sensibilidad, perspicacia, conocimientos y experiencia en todos los trances galantes de la vida. Los adalides de la razón perdían literalmente por completo la razón ante esta dama. Todos, sin excepción. Y ha quedado constancia documental de la larga lista de pretendientes y amantes.

Si se repasan las múltiples fotografías contenidas en la última biografía aparecida en español (“Lou Andreas Salomé” Welsch U. y Pfeiffer D.; PUV 2007) se puede apreciar que no era una mujer extremadamente bella, o, al menos, no al modo que se entiende hoy la belleza. Existen dos fotografías características y sumamente conocidas. Una, quizás la más prototípica y reiterada, es aquella fotografía de 1880 en la que Lou aparece con el pelo recogido recostando el codo derecho en un secreter, reposando su cabeza en la mano derecha y apoyando la mano izquierda en una silla, luciendo un elegante vestido negro, con puntillas blancas en sus bocamangas y cuello, ceñido a su diminuta cintura pero remarcando unas formas femeninas proporcionadas; la mirada no parece la de una distinguida joven de 19 años. Inteligente. La mirada, en efecto, traduce una profundidad que no se aprecia en las otras diferentes fotografías que el referido libro incorpora generosamente. Posiblemente son los efectos de los consabidos retoques de la fotografía de estudio, pues en las otras aparece una Lou con ojos claros y pelo rizado (“pequeño caracolillo” la llamaba Rilke). La propia Lolja sentía especial predilección por esta instantánea puesto que eligió su dibujo para la portada de su especie de autobiografía titulada mirada retrospectiva.

Otra fotografía bien conocida es la datada en 1882 y que ha dado la vuelta al mundo por su inequívoco mensaje semiótico, en la que aparecen Paul Rée en primer plano y Friedrich Nietzsche en segundo cual si de mulos se tratase, cada uno a un lado de la yunta tirando de un carrito en el que aparece Lou con un látigo en la mano derecha y las riendas en la izquierda. La fotografía ha dejado plasmada la “santa trinidad” que los tres formaron: un racionalista (Rée) un irracionalista (Nietzsche) y la musa que hizo perder la razón a ambos y de la que los dos se enamoraron perdidamente. El amor hacia Lou propició la etapa más optimista del autor de “Humano, demasiado humano”, reflejada en “La gaya ciencia” donde se aprecia la entrega al “amor fati”, que en ese momento cree ciegamente Nietzsche que es Lou. Lou sería el amor que le reservaría el destino. Luego vendría la decepción amorosa y “Así hablaba Zaratustra” que le distrajo de un eventual suicidio que parecía apuntado. Suicidio del que no quiso apartarse Rée andando el tiempo y que, al parecer, tanto marcaría a Lou. Pero la colección de hombres ilustres hipnotizados por esta diosa es enorme y no se circunscribe a los actores en esa fotografía: el clérigo Hendrik Guillot; el jurista “in fieri” y filósofo Paul Rée; el que ya apuntaba que llegaría a ser astro de la filosofía, Friedrich Nietzsche; el orientalista y médico Friedrich Carl Andreas; el político Georg Ledebour; el dramaturgo Gerhard Hauptmann; el periodista Fritz Mauthner; el literato Richard Beer-Hoffmann; el periodista Paul Goldman; el escritor Peter Altemberg; el comediógrafo Frank Wedekind; el arquitecto August Endell; el doctor Savelii; el poeta Rainer María Rilke; el doctor Friedrich Pineles, Zemek; el sociólogo Ferdinand Tönnies; el psicoterapeuta Poul Bjerre; el neurólogo Sigmund Freud; el juez y médico Viktor Tausk; el antropólogo Viktor von Weizsäcker; el profesor Josef König o el entomólogo Ernst Pfeiffer, entre otros muchos enamorados que lograron elevarse al estatuto de amantes.

¿Cómo podía un hombre, por muy cultivado que éste fuese, estrangular, disipar o posponer las pulsiones físicas y la atracción meramente sexual en orden al exclusivo crecimiento intelectual en el contexto de la “sublime poliandria” que rezumaba Lou Andres Salomé? ¿Cómo podía consentir Friedrich Carl Andreas las continuas fugas de su esposa con sus amantes? Esas, entre otras, son las grandes incógnitas observada su vida desde la perspectiva actual cargada de prejucios vanos. Pero todos –o casi todos- sus pretendientes debieron de poder con esas condiciones, puesto que según parece estar documentado, Lou fue virgen hasta los 30 años y en la época de la santa trinidad contaba sólo 21 años. Y no sólo estos dos amantes (pues amantes fueron) sino la enorme cohorte que sucumbió a los encantos de esta mujer –que, en palabras de Anaïs Nin, no era en absoluto feminista, pero luchó contra el lado femenino de sí misma para mantener su integridad como individuo- que quedaron completamente imantados en la misma proporción que encolerizaba a sus congéneres femeninas.

El viejo Dacio Gil quiere hacer precisamente en este punto una receso para la reflexión de cada cual. Para la indagación personal de cada uno si es que el tema reclama su atención. Para la comparación con el institucionalmente inducido paritarismo, la igualdad de género y la masificación mercantil (la guerra fría de los géneros) que padecemos hoy y que se nos quiere presentar como revolucionaria. Seguramente a Lou Andreas Salomé le causaría espanto el intento de manipulación actual y le desagradaría la deriva de la femenidad teledirigida por el mercado de votos y de productos. Ella, a la que sus contemporáneas tildaron de amoral y sobre la que con posterioridad pocas mujeres se han atrevido a analizar en el aspecto de relación multifacética con los hombres género frente a géenero. Si se escarba en las colecciones de biografías feministas o de género más al uso se comprobará su ausencia, tal vez debida a que custionó no sólo el status quo sino los convencionalismos sociales más arraigados. Posiblemente sólo un hombre con experiencia y conocimiento puede intentar, mediante intuiciones y asociaciones varias, evaluar con vocación de objetividad a esta excepcional mujer en el mundo de la psicología y el subconsciente masculino, toda vez que sobre las mujeres se cierne una suerte de subjetiva polaridad prejudicial de “amoralidad” o su extremo, la frigidez o la masculinidad de carácter.

Tal vez no sea dable a los humanos el poder entender el que una mujer casada manifieste por escrito su enamoramiento a uno de sus amantes de la siguiente forma:
Si durante años fui tu mujer es porque tú fuiste para mí la primera realidad, cuerpo y ser en una unidad indivisible, una prueba irrebatible de la vida misma. Textualmente, hubiera podido decirte lo mismo que tú dijiste al declararme tu amor: “Sólo tú eres realidad”. Por eso fuimos esposos antes que amigos y si nos hicimos amigos no fue por elección nuestra, sino por unas nupcias contraídas íntimamente. No éramos dos mitades que buscaban complementarse, éramos un todo que, de pronto, sorprendido, se reconoció como tal. Y fuimos como hermanos, pero hermanos de tiempos pasados, de cuando el matrimonio entre hermanos no era pecado”.

Parece que se impone una pausa para indagar y reflexionar y así poder acercarnos más cabalmente a esta extraordinaria mujer carente de cualquier superchería institucional. Por simple insaculación de casos, puede compararse con las innumerables cortesanas reales habidas a lo largo de la historia, con Sara Montiel y la ciencia, Barbara Rey y altas instituciones, Jakeline Lee Bouvier y el Poder o Carla Bruni y la legitimación pública. O, más aún, los casos de Anaïs Nin o Hildegart Rodriguez Carballeira cuestionando la tiranía de los principios del universo masculino y cuantas otras mujeres quieran entresacarse para efectuar la comparación. Desde luego ninguna integrante de la actual aristocracia burocrática de género que sufragamos entre todos. En un posterior post (sea permitida la aliteración), intentado el agitar la curiosidad intelectual del escaso eventual lector, este viejo Dacio Gil procurará exponer sus propias conclusiones, más allá del amor y más allá de la imagen de la mujer dirigiendo la yunta de sabios-mulos. Por supuesto, intentando trascender los clichés de brujería, amoralidad, promiscuidad, poliandria e incluso hermafroditismo o frigidez, que se hacen circular siempre que no se quiere analizar razonando todos los elementos en presencia. De una mujer que fue capaz de reconocer que la mujer no muere de amor, pero puede languidecer por falta de amor.
La vida misma ayer, hoy y siempre. Sin dudas de ningún género.

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