miércoles, 8 de junio de 2011

LAS CARTAS DE AMOR DE LA VÍSPERA DEL DÍA DE LOS ENAMORADOS (I)

El viejo Dacio Gil nunca ha entendido que el día de los enamorados se celebre en Rojiquistán en la época más fría del año, en pleno invierno. Entiende que la celebración de un colectivo que a veces sufre encendidas pasiones debería hacerse en la primavera o en el tórrido verano. Cuando la sangre se altera es más fácil no sólo enamorarse sino declarar el amor, aunque justo es reconocer que un enamoramiento de verdad es ajeno a cualquier termómetro y época del año. Desde fecha no bien determinada, el 14 de febrero se celebra la consagración del transitivo amor y tiene su manifestación en toda suerte de presentes y declaraciones. Bien sea en su versión más naturalista que lo identifica con la época de apareamiento y fertilidad de los pájaros, bien sea por la concepción cristiana de aquel fraile que se enamora de su joven pupila (hija a la sazón del carcelero) a la que deja una carta de amor antes de ser ajusticiado, bien sea por la versión vulgata de los amoríos de los hombres casados y los militares fuera del matrimonio (en Latinoamérica, con buen criterio, se celebra también, a finales de la primavera austral, el día de “la secretaria” con idénticos signos que los enamorados…), lo cierto es que hay obsequios entre los amantes. En los actuales tiempos comerciales y “de género” que nos toca vivir, el signo se ha transformado y ya no es la tierna carta de amor junto a una rosa que manda el varón a su dama; ha pasado a ser casi exclusivamente un presente con iconografía “ad hoc”, a lo sumo acompañado con un mensajito de teléfono celular. Aquellas largas cartas preñadas de sensualidad y tierno afecto han dado paso a los breves recaditos en el minúsculo aparato. Así de fugaz y minúsculo parece el amor en el presente.

Con comercialización e indiferenciación de género en cuanto al papel activo y pasivo (adquisitivo y amoroso), se han perdido también aquellos días previos en los que el amante activo, siempre del género masculino, se enfrascaba en confeccionar la carta que debía dejar constancia escrita del cortejo a su bella. Por descontado, han habido siempre hombres con varias bellas a las que cortejar simultáneamente pero, sin ser la excepción, esa no era la regla, aunque amadores plurales ha habido siempre, a unos pasos de los universales, y a todos ellos se les acumulaba el trabajo –y los compromisos y los problemas a soslayar- en esos días. Hoy la tendencia parece haberse invertido por mor del poder adquisitivo y la mutación del liderazgo de género. Paralelamente parece haberse perdido lo esencial del protocolo galante. Estando así aquellas cosas, la mujer adoptaba el papel –cultural, por supuesto- de recipiendaria de las cartas aunque hubiesen sido sus artes las que encelaron previamente al amante. Hasta hace bien poco el amador redactaba desde breves recaditos de amor a largas cartas llenas de sensualidad y afectos, para turbar el corazón de la amada. Lastimosamente, hoy parece haberse perdido esa sana práctica con los mensajes del telefonito y el regalo corteinglés preparado al efecto.

En los día previos al día de San Valentín los enamorados de cualquier género sueñan, idealizan a su amado o amada, a la par que rememoran sus dotes distintivas, ora físicas ora espirituales; se lanzan a la caza de la metáfora amorosa precisa, contundente y apropiada a la persona destinataria que se le ciña cual elegante traje de Prada o Max Mara. De caucho, naturalmente, para que se ciña como un guante…de los de fregar. Hace tiempo se recurría a las antologías o formularios de cartas de amor para fusilar ideas atractivas, hoy en día, empero, se suele sacar de los anuncios televisivos la idea fuerza que acompañe el regalo.

En esa vorágine felicitaria, a poca gente se le ocurre pensar con empatía en los desheredados de ese día de plétora de amor: Cada 14 de febrero también hay seres humanos que sufren su desventura de haber sido repudiados (odio quiero más que indiferencia, canta el bolero) en la relación amorosa. Más difícil se le hace al veterousufructuario de esta Tribuna Alta Preferencia hacerse la representación mental del dolor que puedan sentir las personas incapaces de amar a otro ser humano en la distancia corta: los frígidos, los egoístas, los envidiosos. Posiblemente no sean capaces de sentir nada, más allá de mirarse al espejo de continuo admirando la imagen proyectada de sí mismos en el azogue.

Lo que, dentro del buenismo y la ocultación de la muerte imperantes en esta cultura dominante, tiene que resultar casi impensable es que la víspera del día de los enamorados las cartas de amor puedan terminar con un desenlace fatal tanto en lo individual como en lo social. Eso ocurrió en el Madrid de 1837. Ocurrió cuando esa “belleza andaluza” bautizada María Dolores Eustaquia Basilisa Sebastiana Armijo Carrero y conocida para la posteridad como Dolores Armijo, cuya belleza se encuentra inmortalizada en un cuadro en el Museo Romántico de Madrid, se presentó la tarde del 13 de febrero en la calle Santa Clara nº 3 acompañada de su cuñada María Manuela con la intención de requisar al primer periodista español de pura cepa las cartas de amor habidas entre ambos a lo largo de más o menos 7 años de relaciones. Aquel lunes de Carnaval la pluma más incisiva y brillante del periodismo español –sólo igualada con el paso del tiempo por Francisco Umbral, heredero legítimo de Fígaro- había preparado todo para recibir con los honores merecidos a su musa, su amor romántico y su compañera de escándalos. En puridad ya no mantenían un amor adulterino pues tanto el escritor como la bella se encontraban en ese momento divorciados avant la lettere. El autor del memorable “casarse pronto y mal” a los 5 años de su matrimonio con Josefina Wetoret, cumplidos los 26 años y la también jovencísima, muy bella, coqueta y deseada Dolores (Simón de Atocha, pseudónimo de Antonio Espina, dice de ella que era “musa morena que posee en su fina escultura, mórbidas formas y brillo de fuego en sus ojos. Y es esa musa de carne y hueso que estimula al articulista de la ágil prosa poética y subyuga al hombre”) a los 24, repudiada ya por su mujeriego marido el entonces comandante Cambronero tras el “escándalo” de 1934.

Ambos, Mariano José de Larra y Dolores Armijo –que se conocieron al año de los respectivos matrimonios- eran más o menos libres ese 1837 y se habían amado apasionadamente con luz y taquígrafos ante el todo Madrid (nunca mejor dicho pues Dolores reprochó siempre a Larra haber hecho público su idilio en todas las tertulias madrileñas, habiendo pasado a ser la comidilla de la burguesía madrileña que terminó asfixiando a sus respectivos cónyuges) sin miedo al escándalo ni a las habladurías de una sociedad pacata, anquilosada y desorientada con los acontecimientos políticos que se producían a su alrededor.

Cabía esperar que el anunciado encuentro para ese 13 de febrero les pudiera inflamar nuevamente la llama del amor. Al menos a eso se aferraba el autor del antiburocrático “vuelva usted mañana” en la única nota manuscrita (no alcanza la categoría de carta) que se conserva de Larra a la mujer de los ojos árabes y el pelo azabache. Con el mismo trazo firme de siempre, el ortónimo de Fígaro escribe y firma: “He recibido tu carta. Gracias: gracias por todo. Me parece que si piensan ustedes venir, tu amiga y tú, esta noche, hablaríamos y acaso sería posible convenirnos. En este momento no sé qué hacer. Estoy aburrido y no peudo resistir la calumnia y la infamia. Tuyo.”

¿Qué decía esa minuta que Dolores entregó aquella mañana a Larra a través de su fiel mayordomo? Nada se sabe. Ha desaparecido junto al resto de las cartas de amor habidas entre los amantes. Posiblemente se la llevó también Dolores aquel lunes a eso de las 20,30 horas. Y nos privó de poder constatar una nueva faceta literaria del maestro de articulistas, del mayor exponente del ensayismo español. En esto Dolores Armijo actuó como hizo Lou Andreas Salomé años más tarde al eliminar cualquier vestigio del amor y la pasión habidos. En cierto modo era comprensible la requisa para evitar nuevos escándalos o la vergonzosa comercialización de la privacidad, tal como ocurre en pleno siglo XXI. Cabe pensar que fuese también –habida cuenta la frialdad demostrada por Dolores ese día, acompañada de una “carabina” para mayor fuerza de convicción- para dejar indubitable la ruptura, estrangulando cualquier ulterior intento de acercamiento del dandy Mariano José, que lo había intentado todo por recuperarla como musa, incluída la obtención del acta de Diputado por la circunscripción, Ávila, donde la bella residía con sus tíos (algunos biógrafos han señalado que con el acta en poder de Larra, Dolores reanudó el idilio por el tiempo que duró la condición de Diputado: alrededor de un mes). La entrega de las cartas debió ser fría, heladora, carente de ternura y sin rescoldo alguno de amor. Nada se sabe de la actitud de Larra que previamente había engalanado la casa con flores y velas y lucía como siempre con la elegancia acrisolada del dandy de exquisitos cortes de trajes, sedas y perfumes.

Lo acontecido en esos instantes es pura incógnita: no se sabe si Larra suplicó o discutió, aunque es dudoso dada la apariencia de objetividad que adoptaba siempre para enmascarar sus emociones; no se sabe si trató de establecer una postrera seducción similar a aquella primera vez que en 1831 quedó prendado (aunque bien pensado, ¿quién quedo prendado de quién en la tertulia en la que se conocieron?) de aquella desenvuelta jovencita morena, que hacía sus pinitos en la poesía, que acaparaba las miradas de todos los hombres y que sucumbió a las galanterías de aquel “pisaverdes cínico” de ascendencia lusitana y formación cosmopolita como Pessoa.

Es cierto que su pasión se había resquebrajado antes, cuando Dolores confirmó las calaveradas de Larra y se rumoreó el romance con la cantante Judith Grissi (aunque Umbral atina cuando afirma que “Larra ama a Dolores en todas las mujeres y ama a toda mujer en Dolores”) y el entorno familar de “La más bella entre las bellas-según el propio Larra-, Dolores, de negros cabellos, trenzados al desgaire por los dedos del amor, la andaluza de los piececitos hechiceros, de tímidos andares, de senos alabastrinos, de talle esbelto, balanceándose como la flor sobre el tallo ondulante, de miradas de fuego, surgió ante mis ojos con todos los encantos de la belleza española, esa belleza morena, imagen y compendio del fuego de su alma…” fustigó el descontento de la amante cuando fueron descubiertos ambos en el garlito el día del incidente del coche de caballos.

Fue precisamente aquella desgraciada carta guardada despreocupadamente por Larra en su buró y descubierta por la “difunta” (así la llamaba Larra) Pepita Wetoret la que desencadenó el escándalo: Pepita remitió la comprometedora carta al marido de la Armijo que a su vez se encontraba amancebado con otra mujer. Cambronero consultó con su amante que le aconsejó de una manera muy femenina: “Mira, tú estás faltando a tu mujer, no des escándalo porque ella te pague con la misma moneda”. Sin embargo el militar acudió a la cita en el Simón y les encontró a ambos. Este incidente le valió a Cambronero para mover sus hilos y conseguir un ascenso y el traslado a Filipinas donde prosiguió su vida licenciosa. La leyenda dice –pero es bastante refutada- que Pepita concibió, ya separada de lecho, a su hija Baldomera en una fugaz unión por despecho con el propio Cambronero. Larra nunca reconoció a Baldomera como hija propia. La presión social y familiar abocaron a la Armijo a romper el idilio, decisión que Larra nunca aceptó.

Requisadas todas las cartas, para desgracia de la literatura hispana, Dolores y su cuñada María Manuela abandonaron el domicilio de Mariano José de Larra el lunes víspera del 14 de febrero, con el tiempo "día de los enamorados", alrededor de las ocho y media de la noche. No bien salían del portal acompañadas hasta su umbral por el leal mayordomo, Larra se descerrajó un tiro, cuya detonación sin duda fue escuchada por ambas mujeres.

Una trágica víspera del día de los enamorados con unas cartas de amor como motivo. Está visto que no todas las cartas de amor transportan siempre ni la felicidad ni su idea.

Se conservan responsables cartas de Larra a su esposa, a sus padres, a su editor, a sus amigos, pero ni rastro de las cartas de amor con su musa de los fulgurantes ojos. Se conservan también las cartas públicas de Andres Niporesas al bachiller Pérez de Munguía. Muchas pueden verse en el Museo Romántico de Madrid junto a la dichosa pistola, la elegante ropa del primer egregio periodista y los retratos de los amantes.

De Dolores Armijo nada más se supo. Perdió a su madre a los 14 años, se casa fallidamente a los 18, se suicida su amante a los 25, y muere su marido en Filipinas cuando ella tenía 28 años. Nunca pudo determinarse la fecha cierta de su fallecimiento. La leyenda ha querido concretarla en el naufragio del buque que la trasladaría a Manila. Acaso las cartas se perdieran en el mar dentro de algún cofrecito romántico –cosa que los biógrafos más sólidos refutan-, pero lo único cierto es que nada más se supo de la bella Dolores Armijo. No se ha encontrado ni su certificado de defunción. “¿Piadosa disipación de los pasos –apunta Jose Luis Varela- de una mujer perseguida por todos los mentideros? ¿Caridad final para las víctimas?”

Las cartas de amor de la víspera del día de los enamorados. Nunca se encontraron. El suicida es hoy un insuperable maestro de periodistas. Un maestro que, socialmente dolido y sin esperanza en el amor, decidió entregar todas sus cartas de amor a los 28 años, para marcharse de seguido sin solución de continuidad. Sin solución ni continuidad en el amor.

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