Algo pasa con el amor. En los momentos actuales de preponderancia del equivalente moral a la guerra, en los que ni los mismos economistas se aclaran con síntomas, dolencias y medicinas preventivas y paliativas, parece que sólo el amor da respuesta a nuestras preocupaciones. El diario ABC de ayer 15 de agosto entrega gratuitamente con el diario (escuálido a más no poder en el veraniego agosto) un ejemplar del ensayo de Enrique Rojas titulado El amor: la gran oportunidad. Tú puedes conseguir un amor duradero. Posiblemente no sea el mejor libro para iniciarse en profundizar sobre estos temas del amor. En la actualidad hay mejores libros sobre el amor como los de los españoles Manuel Cruz (Amo, luego existo) o Javier Sádaba (El amor y sus formas), o los de los franceses Pascal Bruckner (La paradoja del amor), Alain Badiou (Elogio del amor), André Compte- Sponville (El amor la soledad) o Luc Ferry (Familia y amor). Incluso desde el punto de vista de terapia es más interesante y recomendable el libro de María Jesús Álava Amar sin sufrir. No obstante, es de agradecer la entrega de la edición no venal del ensayo de Rojas, que no es sino una especie de reedición sintetizada de su libro de 1997, El amor inteligente. Corazón y cabeza: claves para construir una pareja feliz.
Es de suponer que las razones que han animado al ABC a ofrecer la obra de Enrique Rojas haya sido el evento de la JMJ y la visita papal a Madrid. En ese objetivo, el autor escogido por el ABC vendría a ser el más indicado a esos efectos finalistas, como denota la bibliografía así como el contenido del libro. Parecería un cebo para atraer a la compra del diario durante estos días bajo el influjo del “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” o el lema “Dios es amor”. Con todo, es, además de un buen punto de partida, un síntoma de lo que está sucediendo al hombre y la mujer actuales en estos momentos de equivalente moral a la guerra. Una guerra de consecuencias letales aún no completamente manifestadas y en la que se nos da a entender que nadie concreto la hubiese desatado y en la que fuese completamente imposible identificar a los responsables y a sus beneficiarios directos. Un equivalente de guerra que hace quebrar eso de amarnos los unos a los otros (sobre todo a “los otros” incursos todos -unos y otros- en concurso de acreedores afectivos y EREs amorosos donde fuesen imprescindibles quitas de ternura) y no parece tener Dios benevolente ni Congregación apaciguadora alguna.
Las caricias, los abrazos y los besos son las más antiguas formas de comunicación emocional de los seres humanos: compartir lo que se tiene y lo que se desea tener. El beso mojado, el llamado “francés”, exige participación activa de las dos personas, reciprocidad, entrega y respuesta a lo que hace el otro. El beso es –junto con el abrazo y las caricias- tal vez la mayor manifestación de amor pues transmite sentimiento sin tener que articular lenguajes verbales. Incluso el silencio total es su contexto. Dado que se trata de un acto en el que se comparte, es difícil determinar quién manda en el beso. No es sencillo identificar a una persona “besadora” profesional, como tampoco puede afirmarse que el beso sea una mera técnica que se aprenda en seminarios y magisterios. Se suele decir entre las mujeres que en el beso puede llegar a saberse como será el amante, pues el hombre que no sabe usar los labios –dicen- nunca llegará a dominar ninguna parte del cuerpo cuando de hacer el amor se trate. Dado que a las mujeres les encanta besar, pues suelen aplicar en ello los cinco sentidos, acaso esté cargada de razón la afirmación anterior.
Al viejo Dacio Gil le gusta profundizar y adentrarse en el significado y alcance de la relación íntima, en detrimento del análisis de las instituciones públicas y sus derivas, colonizaciones y perversiones. Por eso prefiere explorar entre los confines de los besos, esa manifestación del amor prólogo de la más íntima cercanía sensual. Por eso se interroga buen número de cuestiones: ¿Quién manda en el beso? ¿Se besa a ciegas o sólo se entornan los ojos para concentrase en el beso? ¿Qué lugares son más propicios para besarse? ¿Qué duración tienen los besos? ¿Cómo termina un beso y quién precipita su final? Esas son las cuestiones que intenta desentrañar el viejo Dacio Gil para encontrar la luz en la noche oscura a la que deriva pública y económica nos ha conducido con descaro. Y ha de reconocer que aún no ha encontrado en libros y teorías la respuesta científica completa ni el recetario práctico. Conjetura, eso sí, que tal vez sea necesario un seminario presencial y un fuerte compromiso del corazón. Esa era la razón que se esgrimía para justificar que las prostitutas no besasen nunca a sus clientes.
Sabido es que en materia de besos el poema cimero es el de Gabriela Mistral de esa misma rúbrica. Pero este poema no apunta siquiera quién manda en el beso, aunque Lucila Godoy parece sugerir que manda o bien quien tiene más experiencia o bien la propia hembra: Yo te enseñé a besar: los besos fríos/ son de impasible corazón de roca/ yo te enseñé a besar con besos míos/ inventados por mí para tu boca. Sin embargo es opinión comúnmente aceptada que en el beso manda el seductor, que vendría a ser el llamado a interrumpirlo a su conveniencia. T.S. Eliot marcó esta línea en su poema “el sermón del fuego”´(Él le otorga un final beso protector,/ y baja a tientas por la oscura escalera/ Ella se vuelve y se mira un momento en el espejo/ sin advertir que su amante ya no está; / su cerebro formula un vago pensamiento:/ “Bueno, el asunto terminó ya, y me alegro que así sea”.). Y aunque el uruguayo Mario Benedetti introdujo también en el poema La espera aquello del beso de despedida, el de Paso de Toros se inclinó siempre por la eficacia máxima y sublime éxtasis del beso y el abrazo artesanales.
El usufructuario de esta Tribuna Alta Preferencia se permite disentir de la teoría del seductor con mando en beso, pues cree que ésta se mueve en una cierta confusión: Por así decir, si el beso de amor apasionado tiene más eco que un cañón, atribuir a quien seduce el dominio del beso es incurrir en la misma confusión en que incurren los “polemólogos a la violeta” cuando identifican a quien inicia las hostilidades con el ganador de la guerra. No existe petulancia alguna en la siguiente afirmación, pero quien se haya visto incurso en un auténtico beso de pasión, en la fusión de dos sentimientos, habrá podido comprobar cómo le cambian las tornas al seductor trocando muchas veces su posición inicial por la de seducido. Esa es precisamente la grandeza de un beso: que es radicalmente incierto quién manda en él, al deber ser, por esencia, equitativo.
¿Manda quien introduce primero la lengua con más vigor en la boca del ser amado? ¿El que obstaculiza el progreso de la lengua del otro? ¿El que más profundo llega? ¿El más rápido? ¿El más lento? ¿El que entorna los ojos para concentrar sus sentidos? ¿El que demuestra constante control visual? ¿Manda en el beso el más creativo?
Sandor Márai deja abierta también esa serie de interrogantes. En su recientemente publicado “La gaviota” hace una magistral descripción del beso:
El beso es un hecho y podría ser uno de tantos que, propiciados por un momento especial, intercambian hombres y mujeres millones de veces; un beso, porque en el fondo de la vida humana está el beso; un beso, porque sólo a través del beso los cuerpos pueden exteriorizar lo que persiguen a lo largo de la vida; un beso porque entre hombre y mujer sobran las palabras. El beso ya es un hecho, pues ha llegado el momento, ese momento inaplazable, en el que todo lo que pueda ocurrir sin que medie el beso carece de sentido. Es ese gesto ávido e inevitable, ese momento torcido y maravilloso de dos epidermis resecas, por encima de costumbres, impulsos y ritos; ese mordisco dócil; ese gesto de rapaz domesticado que el hombre aún conserva en sus nervios y en sus labios como atavismo de lo que, en los inicios de los tiempos y la vida humana, era terrible, sangriento y mortal… Se han besado porque no han podido evitarlo. Y no dicen nada.
Se trata de un silencio carente de patetismo, como si temieran interpretar el beso erróneamente incluso en silencio: darle un sentido distinto, más retorcido o falso que el que perciben es ese momento, cuando las olas derivadas del mismo empiezan a recorrer su cuerpo y su sistema nervioso. ¿Qué clase de beso ha sido? Se pregunta él. Hay besos que enlazan y unen, y hay besos que aclaran las cosas y separan de inmediato. Quienes se besan -¿acaso es una acción, o un beso de verdad más bien sucede?- saben ya al instante siguiente si se trata de un beso que une o separa. Hay besos ligeros que flotan en el trastero de la memoria como adornos de colores de una verbena… Éste ha sido uno de esos besos ligeros que a veces el instante esparce, como la mano divina el confeti sobre los bailarines de un vals. Y, ya que no sabe responder a la pregunta, calla.
Ha sido un beso familiar, decide entonces. Y de pronto lo embarga una extraña serenidad: Hay momentos en que la vida madura y todo se vuelve profundo y sencillo, tanto como debe de serlo el instante de la muerte. Eso es lo que siente ahora, cuando oye su propia voz susurrante.
Márai describe minuciosamente los componentes del beso, al modo que hace el viejo Eguchi (la casa de las bellas durmientes. Yasunari Kawabata) al recordar los besos con la joven esposa del extranjero que se apresuraba a regresar a Kobe con sus hijos pequeños, o el intento de beso al diente torcido de la joven dormida. Márai y Kawabata -y tantos otros- enseñan el embrujo de los besos.
Mande quien mande en el beso francés, es una experiencia que nos sitúa entre la tierra y el cielo. Mas o menos lo que –salvando las distancias- se pretende en las jornadas JMJ.
Aunque más apropiada parece la propuesta de otro Rojas, Jorge, el alma de Los Nocheros, que invitaba en la canción entre la tierra y el cielo a comer el corazón a besos, a dejar (por tus rincones) pájaros y flores como semilla de pasión. El beso como una semilla de pasión. Así las cosas y analizado el texto de Rojas (de Jorge, aunque en alguna medida también el de Enrique que regalaba el ABC), acaso mande en el beso quien presienta que va a amar a su ser amado más allá de la locura.
El beso. ¿Poder o servidumbre voluntaria?
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