La joven e inquieta Andrea anda en los últimos tiempos intentando desentrañar la esencia y el valor de la democracia. Busca y rebusca fuentes donde encontrar la clave de bóveda que le descubra la razón por la que la democracia es invocada en los más dispares contextos y situaciones humanas, a veces sumamente enojosas. Comenta que ha llegado a la conclusión de que, si no se trata llanamente de un pleonasmo paradójico, es la puerta de entrada de un oxímoron pues duda que en la actualidad llegue a existir en alguna parte una efectiva democracia que sea auténticamente democrática en el sentido sustantivo y no en el meramente formal.
Andrea, tras cumplir su objetivo de ganar unas oposiciones a un cuerpo superior del -como ella misma dice- Estado minotauro, empieza ahora, con paso decidido, el camino de la sabiduría cuestionándose convenciones consolidadas e indagando sobre las verdades históricas.
Con el acervo de doctrina democrática que atesora, Andrea vino hace unas jornadas a recomendar, con ciertos matices, a este viejo Dacio Gil la lectura del pasquín del joven (94 años) Stephane Hessel ¡Indignaos!. Dice que encuentra cierta similitud (no en la extensión, pero sí en el contenido) con otro distinguido joven de 87 años como Gustavo Bueno (Panfleto contra la democracia realmente existente), o, más bien, mantiene que Hessel ha venido a elaborar la versión vulgata y esquemática del denso panfleto de Bueno. Concluye esta pujante estudiosa de la democracia que hay que dar un giro copernicano al sistema de convivencia y postula trabajar por la sociedad decente en vez de por la desgastada sociedad democrática de consumo: ¡Quiere que las instituciones amen!. Ni más ni menos que unas instituciones, como la burocracia en la que ella misma se desempeña, que carecen de sentido moral, terminen amando. Amando en el entendimiento de no humillar a los seres humanos de quienes deberían ser meros instrumentos. Apela a restituir la primacía del ser humano que termine desalojando a la jauría de espectros con mera apariencia humana en los que nos hemos terminado convirtiendo, tal como viene manteniendo desde hace bastante tiempo el profesor Márquez Cruz en la línea de sus clásicos germánicos.
Hay que reconocer que la idea es buena. Es muy buena: intentar que las instituciones amen; que no mientan; que no humillen. Como buena es su fundamentación. La joven panegirista de la “necesidad de la sociedad decente” destaca que sólo hay que volver a los clásicos. Que todo estaba ya planteado por el poeta Esteban de La Boétie, el gran amor (intelectual) de Miguel de Montaigne, al cual el ilustre escéptico dedica unas de las más bonitas reflexiones escritas nunca sobre el amor y la amistad en el capítulo XXVII de sus Ensayos titulado la Amistad.
De la Boétie es el auténtico precursor de la desobediencia civil no violenta que ahora ha retomado Hessel para que los jóvenes (y con ellos todos los demás) salgan (salgamos) de esta indiferencia ante la tiranía del consumo democrático.
Montaigne mantuvo que su relación con el poeta reflejaba la amistad perfecta y que tras su prematura muerte él quedó reducido a “medio hombre”. Apunta este gran pensador que el resto de su vida, incluso su matrimonio con la joven y bella Françoise de la Chassaigne, fue humo comparado con su amistad con el autor del Discurso sobre la Servidumbre voluntaria o Contra uno. El luminiscente ensayista dice que la pérdida de su amigo le sumió en “una noche oscura y enojosa” . Tiene dos frases que es preciso destacar como merecen:
- “Si me preguntan por qué amé a mi amigo, contestaré del único modo que ello pude expresarse: Porque él era él y yo era yo”.
- “A la familiaridad de la mesa asocio al simpático, no al prudente; en el lecho prefiero la belleza a la bondad; en la sociedad del discurso prefiero al sapiente antes que al honrado.”
Curioso es que el llamamiento a a desobediencia civil nos haya terminado introduciendo en los meandros del amor y la amistad de verdad (los pitagóricos creen que el bien es cierto y limitado y el mal infinito e incierto, sostenía Montaigne). Va siendo hora ya, en efecto, de recuperar a De la Boétie, a Montaigne, a Henry David Thoreau, a Bueno, a Sampedro o a Hessel y a cualquier otro que nos llame a la desobediencia civil, a romper la servidumbre voluntaria hacia un solo amo o hacia varios amos. De entonar un ¡Basta ya! en señal de que nos oponemos a las soluciones del “ahí te pudras libremente”, también llamadas biopolíticas, que nos proponen los defensores de este tiránico Estado minotauro que nos ha colocado en una situación de vuelta al desamparo en la que el Estado, en su conformación actual, en breve habrá desaparecido totalmente de la escena. Una vuelta al estado de naturaleza pero consumiendo compulsivamente todo tipo de cosas y servicios.
Tiene razón la inquieta Andrea. Desde esta Tribuna Alta Preferencia también manifestamos el anhelo de que las instituciones sean decentes, de que trabajemos por que las instituciones terminen amando. Obligado es saber distinguir al amo del Amor. Optar por el Amor es más decente. Seguro.
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Chapeau a esta reflexión sobre el Estado y del estado al que entre todos hemos dejado que llegue la sociedad del siglo XXI, y sobretodo chapeau a ese atisbo joven de esperanza de que algo puede cambiar gracias al Amor.
ResponderEliminarReciba mis disculpas por la tardanza en comentar su entrada, el viejo Dacio Gil no vuelve sobre sus pasos (salvo en defender la "razón anamnética" frente a la violencia institucional).
ResponderEliminarMe apresto ahora a celebrar su cambio de estatus, de seguidora a exponente: es mucho más fructífero.
Celebro que se aliste en la cruzada de recobrar los sentimientos y desterrar los intereses en los que nos han sumido un gobierno y un estado minúsculos, además de mentirosos y endebles moralmente.
Percibo que defiende la "razón con esperanza", lo que hoy se llama optimismo racional. Y en ese orden de cosas demando su auxilio para que sirva de contrapeso a la tendencia al pesimismo racional que suele embargar a este viejo Dacio Gil. Como contrapartida, del viejo Gil puede usted esperar su apoyo en intentar aportar su poco capital (más simbólico que otra cosa) en cambiar el orden de cosas que nos están imponiendo a nustro pesar.