martes, 26 de marzo de 2013

LOS ACOSADORES INSTITUCIONALES NO SE SUICIDAN.



Puede afirmarse que los españoles, como sociedad, hemos terminado por perder el norte con tanto sermón sobre la crisis y los esfuerzos colectivos. O tal vez es que sólo nos acordamos de la Virgen cuando truena. Tal como discurren los acontecimientos, habrá que terminar haciendo una historia general del suicidio que arroje luz sobre  todos los acosos  modales que han tenido como resultado la muerte.

Alejandro Nieto, parafraseando al famoso al Juez Holmes, siempre ha mantenido entre bromas y veras –más veras que bromas- que en España había un desmesurado exceso de investigación  sobre el ácido cínico, que en torno a esta sustancia corrosiva giraba la mayoría de la excelencia hispana en materia universitaria e institucional. Como siempre hasta ahora, el transcurso del tiempo y el devenir de los acontecimientos han vuelto a demostrar que en esta conjetura formulada en público también estaba cargado de razón el investigador de las burocracias.

Con enorme cinismo ha sobrellevado la sociedad española en las recientes  épocas del becerro de oro así como en las anteriores la existencia de gran número de víctimas del acoso moral o Mobbing. Con una falta proverbial de escrúpulos se ha ido encubriendo y protegiendo a los maltratadores, incluso desde las instancias presumiblemente garantizadoras. Buen número de acosos de esa naturaleza han terminado en fatal accidente de tráfico o suspensión de la vida por propia mano. Salvo las víctimas, sus familiares, allegados y determinados expertos (que también habían sufrido esta lacra en primera persona, como el doctor González de Rivera, por eso es capaz  describir los efectos de la perversión con tanta claridad y precisión) el resto miraba para otro lado o armaba las más peregrinas coartadas o pseudojustificaciones. De los jueces mejor no hablar: descenderíamos a lo más negro de la condición humana, pues, habiendo llegado a conocer las persecuciones e ilegalidades, se han dedicado a vestir el mono de la desvergüenza con apariencia de leguleyismo (ilustres magistrados como Teresa Delgado Velasco, Berta Santillán Pedrosa, Inés Huerta Garicano, Francisco de la Peña Elías y otros tantos más optaron por esa cómoda vía que ofrece el poder). Cuando el acoso era institucional, las altas instituciones concernidas tiraban del abstruso lenguaje burocrático para despejar la pelota hacia el tejado… en espera del suicidio del afectado. Asimismo, de los órganos superiores del CSIC mejor será guardar un  piadoso silencio para otorgar profiláctica distancia a su proverbial inhumanidad en ocultar la verdad de lo acontecido. Así se viene escribiendo la historia de la pomposa transición y de la democracia constitucional española: con garabatos torcidos sobre grasiento y cochambroso papel  de estraza.

Han tenido que llegar las nuevas modalidades de acoso institucional y bancario generadores de la desesperación que provoca los nuevos suicidios para que la prensa se hiciera eco de que hay mucho Adolf Eichmann a su alrededor. De nada sirvieron los abrumadores  antecedentes de France Telécom ni las llamadas de atención de víctimas y expertos. El reconocimiento del acoso quedó reducido a algunos casos –ni mucho menos todos- de violencia de género porque así se consideró para contentar a determinados agentes y actores políticos y sociales. Cuando el viejo Dacio Gil obtuvo por fin la primera sentencia favorable pero inaplicable en los propios términos de su insidiosa redacción y sus torcidas intenciones procesales, un eminente abogado especialista trató de consolarlo con el argumento de que se diera por satisfecho con que la magistrada (Teresa Delgado Velasco) se hubiera tomado la “molestia” de redactar una sentencia de 25 folios mientras a él solía despacharlo con un solo folio copiado de otra sentencia anterior. Ese eminente letrado siempre mantuvo que el Mobbing en la administración sólo se alcanzaría a contemplar cuando los jueces recibiesen instrucciones superiores al respecto o sintiesen en el cogote el aliento de la prensa  o representase beneficios para  políticos o sindicatos. Recomendaba que el viejo Dacio Gil no cifrase expectativa alguna en la resolución de los jueces por muy cargado de pruebas y razones que estuviera. Ese consejo lo daría también ahora el usufructuario de esta Tribuna Alta Preferencia  a cualquier acosado de los múltiples que hay: en un proceso se enmaraña tanto la verdad (flagrantes mentiras institucionales incluidas) que terminan aplicándose, tal que la voz de su amo, una retahíla de huecos formalismos intentados argumentar sin ninguna ilación ni mínimo respeto ni interés, pues a la empatía humana ni se la espera en los estrados. A Nadie nunca –y siempre resultan ser  muchos los concernidos- se le ocurre articular una simple petición de perdón. Antes al contrario: abundan, acaso más sutilmente todavía, en el acoso. La pura experiencia y razón anamnética lo evidencian.

Han tenido que concatenarse uno tras otro bastantes suicidios desesperados para que se haya instrumentado una tímida respuesta institucional. Determinados agentes y actores sociales han decidido que era el momento de instrumentalizar la vergüenza y la humillación de las víctimas. Elevarse sobre la desesperación ajena para intentar chupar cámara.

Lo cierto es que como han destacado Tzvetan Todorov (los enemigos íntimos de la democracia)  y Richard Sennett (Juntos) la ola de suicidios es también connatural al capitalismo y se encuentra ínsita en el núcleo esencial de la dinámica de las organizaciones: desde la guardia suiza de El Vaticano a los partidos políticos y demás sectas, pasando por los hospitales, las escuelas o el CSIC. Organizaciones con una alta toxicidad servidas en gran medida por sujetos también tóxicos. Ya lo explicaba hace algún tiempo el psiquiatra Carlos Castilla del Pino en aquella obra titulada La incomunicación.  

Existe toda una enorme fila (a los condenados de manera sumaria e irrevocable siempre se les conduce en fila) de víctimas de Mobbing que han sufrido en silencio al maltrato continuado de personas e instituciones sin obtener reparación alguna. Sobrellevaron como pudieron eso de la indefensión aprendida. Mientras tanto, los jueces y demás instancias sedicentemente garantizadoras retiraban la mirada. Quienes sabían de ello, también callaban. El único bastión quedaba reducido a la familia  y a algún espíritu noble y puro. Sólo el buen hacer personal y profesional de algunos psicólogos (con nombres y apellidos, humanos a carta cabal) y un  muy exiguo número de psiquiatras (reducidos por lo general a meros expendedores de recetas de sustancias químicas)  sirven como postrer y desinteresado apoyo. Sin ellos el accidente de tráfico fatal, la somatización de enfermedades o el indeleble sufrimiento psíquico pasan a ser meros datos estadísticos que enmascaran –a través de los diferentes juegos institucionalizados- una realidad que ahora aparece explosiva porque esta monumental estafa  ha llegado demasiado lejos o acaso porque interesa caldear el ambiente para correr un “escupido” velo e intentar renovar algo la institucionalidad.

Elementos hay en abundancia para intentar escribir una historia general del suicidio y destapar tanta inmundicia internalizada socialmente. Porque detrás de muchos suicidios está todo un entramado de acosos en cascada que suele disfrazarse de solemne institucionalidad. Está detrás el fracaso del ser humano –una vez más el fracaso humano- incapaz de percibir el sufrimiento ajeno aunque se encuentre en la más próxima cercanía. Mientras institucionalmente se emiten sin cesar lemas sobre  medicinas preventivas  y  rescates y recuperaciones  económicos, hay en el ambiente una endémica incapacidad para reconocer e intentar  detener lo que acontece justo a nuestro lado.

Quien ha sentido el  acosado en su integridad moral aborrece todo lo que huela a caza de brujas y cualquier ceremonia de lapidación colectiva. En este blog se ha intentado ponerlo de manifiesto en más de una entrada. El acosado no acepta  que se mezcle la calificación de las conductas como se hace ahora periodísticamente mezclando el acoso institucional contrastado con la comprensible -y en principio sincera- desesperada protesta de las víctimas. Se habla ahora de escrache y, según qué medios, incluso de patota. Así está el ecosistema mediático-político. Si la política y el mundo de las instituciones pueden llegar a ser transparentes (lo que es harto dudoso, y, de ser posible, tendría un elevadísimo coste, visto lo visto), lo lógico es que descubiertos el garlito y la colusión se cambiasen las leyes, se impartiesen las instrucciones administrativas correctoras, se buscasen los jueces decentes y los policías sensibles e instruidos en humanidad para buscar las mejores soluciones. Y si, llegado el caso, quien queriendo arrepentirse no pudiere por el acoso del statu quo, que se marche aireando las razones morales que le impulsan a ello, rompiendo la Omertá institucional impuesta o consentida. Y en extremo caso, ahítos de impotencia y desesperación y necesitando una medida -digámoslo así para entendernos- “ejemplarizante”, que opten, actuando por propia mano, por intentar equilibrar el balance de víctimas entre acosadores y acosados…  De seguro nadie manifestaría su estupor además de que podrían estarse  sentando las bases para una auténtica regeneración moral, igual que pasó con la inmolación de Mohamed Bouazazi. Todo lo demás parece mera  renovación de las escenificaciones para que nada cambie.

En la historia del acoso institucional en España, son los acosadores y su cohorte de trepas, pelotas y estómagos agradecidos quienes suelen propalar los materiales para seguir acosando a las víctimas. Los siervos del régimen totalitario (los esbirros, ya sean sindicalistas, jueces, fiscales, plumillas o ministros) se encargan de destruir las pruebas  y enmarañar los procesos, indiferentes al sufrimiento humano de unos semejantes a los que no son capaces de considerar como tales.

Va a resultar que la vieja máxima atribuida al senador neoyorkino W. L. Marcy (to the victor belong the spoils) se queda sumamente corta y los acosadores institucionales se siguen repartiendo mucho más que los despojos mientras, de manera indecente pero consensuada, convierten a las víctimas en cabales despojos humanos, como se ha hecho casi siempre en contextos dados en llamar cacicato, clientelismo o cleptocracia. Ahora se denomina abuso de debilidad o experiencia personalizada de desigualdad, pero es realmente lógica sacrificial para mantener ocultas las más innombrables aristas del statu quo. Dura soberanía sobre los súbditos.


¿Quién  en la España intitulada democrática conoce algún acosador, en sus diferentes grados de participación, que haya terminando por reconocerlo y avergonzarse de su indecente proceder,  dimitiendo, suicidándose o  tratando de obtener el perdón de las víctimas? La norma es el utendi et abutendi. Utilización del abuso, de la manipulación y del  expolio a la que suelen sumarse voluntariamente toda una masa importante de liliputienses morales, entre ellos –acaso en primera línea- los encargados de las garantías y la seguridad de los demás.

Asistimos a un ejercicio de teatralidad mientras unos y otros se siguen repartiendo mucho más que despojos. La larga lista de  muertes civiles, desaparecidos y desesperados les ha traído siempre sin cuidado. A lo sumo son un dato estadístico susceptible de diferentes encuadramientos.

Cuando, como parece pasar ahora, las víctimas sólo intentan patentizar a los acosadores, de inmediato nos dicen ¡No! y acto seguido nos hablan de escrache
Pocos acosadores institucionales terminan suicidándose abrumados por el peso de su culpa.    

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