Puede afirmarse que los españoles, como sociedad, hemos terminado
por perder el norte con tanto sermón sobre la crisis y los esfuerzos colectivos.
O tal vez es que sólo nos acordamos de la Virgen cuando truena. Tal como
discurren los acontecimientos, habrá que terminar haciendo una historia general
del suicidio que arroje luz sobre todos
los acosos modales que han tenido como
resultado la muerte.
Alejandro Nieto, parafraseando al famoso al Juez Holmes,
siempre ha mantenido entre bromas y veras –más veras que bromas- que en España
había un desmesurado exceso de investigación
sobre el ácido cínico, que en torno a esta sustancia corrosiva giraba la
mayoría de la excelencia hispana en materia universitaria e institucional. Como
siempre hasta ahora, el transcurso del tiempo y el devenir de los
acontecimientos han vuelto a demostrar que en esta conjetura formulada en público también estaba cargado de razón el investigador de las burocracias.
Con enorme cinismo ha sobrellevado la sociedad española en
las recientes épocas del becerro de oro así como en las anteriores la existencia de gran número
de víctimas del acoso moral o Mobbing. Con una falta proverbial de escrúpulos
se ha ido encubriendo y protegiendo a los maltratadores, incluso desde las instancias
presumiblemente garantizadoras. Buen número de acosos de esa naturaleza han
terminado en fatal accidente de tráfico o suspensión de la vida por propia
mano. Salvo las víctimas, sus familiares, allegados y determinados expertos
(que también habían sufrido esta lacra en primera persona, como el doctor González de
Rivera, por eso es capaz describir los efectos de la perversión con tanta claridad y precisión) el
resto miraba para otro lado o armaba las más peregrinas coartadas o
pseudojustificaciones. De los jueces mejor no hablar: descenderíamos a lo más
negro de la condición humana, pues, habiendo llegado a conocer las persecuciones
e ilegalidades, se han dedicado a vestir el mono de la desvergüenza con
apariencia de leguleyismo (ilustres magistrados como Teresa Delgado Velasco,
Berta Santillán Pedrosa, Inés Huerta Garicano, Francisco de la Peña Elías y
otros tantos más optaron por esa cómoda vía que ofrece el poder). Cuando el
acoso era institucional, las altas instituciones concernidas tiraban del abstruso
lenguaje burocrático para despejar la pelota hacia el tejado… en espera del
suicidio del afectado. Asimismo, de los órganos superiores del CSIC mejor será guardar un piadoso silencio para otorgar profiláctica distancia a su
proverbial inhumanidad en ocultar la verdad de lo acontecido. Así se viene
escribiendo la historia de la pomposa transición y de la democracia
constitucional española: con garabatos torcidos sobre grasiento y cochambroso
papel de estraza.
Han tenido que llegar las nuevas modalidades de acoso
institucional y bancario generadores de la desesperación que provoca los nuevos
suicidios para que la prensa se hiciera eco de que hay mucho Adolf Eichmann a
su alrededor. De nada sirvieron los abrumadores
antecedentes de France Telécom ni las llamadas de atención de víctimas y
expertos. El reconocimiento del acoso quedó reducido a algunos casos –ni mucho
menos todos- de violencia de género porque así se consideró para contentar a determinados
agentes y actores políticos y sociales. Cuando el viejo Dacio Gil obtuvo por
fin la primera sentencia favorable pero inaplicable en los propios términos de
su insidiosa redacción y sus torcidas intenciones procesales, un eminente
abogado especialista trató de consolarlo con el argumento de que se diera por
satisfecho con que la magistrada (Teresa Delgado Velasco) se hubiera tomado la
“molestia” de redactar una sentencia de 25 folios mientras a él solía
despacharlo con un solo folio copiado de otra sentencia anterior. Ese eminente letrado
siempre mantuvo que el Mobbing en la administración sólo se alcanzaría a contemplar
cuando los jueces recibiesen instrucciones superiores al respecto o sintiesen en
el cogote el aliento de la prensa o representase
beneficios para políticos o sindicatos. Recomendaba que el viejo Dacio Gil no
cifrase expectativa alguna en la resolución de los jueces por muy cargado de
pruebas y razones que estuviera. Ese consejo lo daría también ahora el
usufructuario de esta Tribuna Alta Preferencia
a cualquier acosado de los múltiples que hay: en un proceso se enmaraña
tanto la verdad (flagrantes mentiras institucionales incluidas) que terminan
aplicándose, tal que la voz de su amo, una retahíla de huecos formalismos intentados argumentar sin ninguna ilación ni mínimo respeto ni interés, pues a la empatía humana ni se la espera en los estrados. A Nadie nunca
–y siempre resultan ser muchos los concernidos-
se le ocurre articular una simple petición de perdón. Antes al contrario:
abundan, acaso más sutilmente todavía, en el acoso. La pura experiencia y razón anamnética lo evidencian.
Han tenido que concatenarse uno tras otro bastantes
suicidios desesperados para que se haya instrumentado una tímida respuesta
institucional. Determinados agentes y actores sociales han decidido que era el
momento de instrumentalizar la vergüenza y la humillación de las víctimas.
Elevarse sobre la desesperación ajena para intentar chupar cámara.
Lo cierto es que como han destacado Tzvetan Todorov (los
enemigos íntimos de la democracia) y
Richard Sennett (Juntos) la ola de suicidios es también connatural al
capitalismo y se encuentra ínsita en el núcleo esencial de la dinámica de las
organizaciones: desde la guardia suiza de El Vaticano a los partidos políticos
y demás sectas, pasando por los hospitales, las escuelas o el CSIC.
Organizaciones con una alta toxicidad servidas en gran medida por sujetos
también tóxicos. Ya lo explicaba hace algún tiempo el psiquiatra Carlos Castilla
del Pino en aquella obra titulada La incomunicación.
Existe toda una enorme fila (a los condenados de manera sumaria e
irrevocable siempre se les conduce en fila) de víctimas de Mobbing que han
sufrido en silencio al maltrato continuado de personas e instituciones sin
obtener reparación alguna. Sobrellevaron como pudieron eso de la indefensión
aprendida. Mientras tanto, los jueces y demás instancias sedicentemente
garantizadoras retiraban la mirada. Quienes sabían de ello, también callaban.
El único bastión quedaba reducido a la familia
y a algún espíritu noble y puro. Sólo el buen hacer personal y
profesional de algunos psicólogos (con nombres y apellidos, humanos a carta
cabal) y un muy exiguo número de
psiquiatras (reducidos por lo general a meros expendedores de recetas de
sustancias químicas) sirven como postrer
y desinteresado apoyo. Sin ellos el accidente de tráfico fatal, la somatización
de enfermedades o el indeleble sufrimiento psíquico pasan a ser meros datos
estadísticos que enmascaran –a través de los diferentes juegos institucionalizados-
una realidad que ahora aparece explosiva porque esta monumental estafa ha llegado demasiado lejos
o acaso porque interesa caldear el ambiente para correr un “escupido” velo e intentar
renovar algo la institucionalidad.
Elementos hay en abundancia para intentar escribir una
historia general del suicidio y destapar tanta inmundicia internalizada
socialmente. Porque detrás de muchos suicidios está todo un entramado de acosos
en cascada que suele disfrazarse de solemne institucionalidad. Está detrás el
fracaso del ser humano –una vez más el fracaso humano- incapaz de percibir el
sufrimiento ajeno aunque se encuentre en la más próxima cercanía. Mientras institucionalmente
se emiten sin cesar lemas sobre medicinas
preventivas y rescates y recuperaciones económicos, hay en el ambiente una endémica incapacidad para reconocer e
intentar detener lo que acontece justo a
nuestro lado.
Quien ha sentido el acosado
en su integridad moral aborrece todo lo que huela a caza de brujas y cualquier
ceremonia de lapidación colectiva. En este blog se ha intentado ponerlo de
manifiesto en más de una entrada. El acosado no acepta que se mezcle la calificación de las conductas
como se hace ahora periodísticamente mezclando el acoso institucional contrastado con la comprensible
-y en principio sincera- desesperada protesta de las víctimas. Se habla ahora de escrache y, según qué
medios, incluso de patota. Así está el ecosistema mediático-político. Si la política y el mundo de las instituciones pueden llegar
a ser transparentes (lo que es harto dudoso, y, de ser posible, tendría un elevadísimo coste, visto
lo visto), lo lógico es que descubiertos el garlito y la colusión se cambiasen
las leyes, se impartiesen las instrucciones administrativas correctoras, se
buscasen los jueces decentes y los policías sensibles e instruidos en humanidad
para buscar las mejores soluciones. Y si, llegado el caso, quien queriendo
arrepentirse no pudiere por el acoso del statu quo, que se marche aireando
las razones morales que le impulsan a ello, rompiendo la Omertá institucional impuesta o consentida. Y en extremo caso, ahítos
de impotencia y desesperación y necesitando una medida -digámoslo así para entendernos-
“ejemplarizante”, que opten, actuando por propia mano, por intentar equilibrar
el balance de víctimas entre acosadores y acosados… De seguro nadie manifestaría su estupor además de que
podrían estarse sentando las bases para
una auténtica regeneración moral, igual que pasó con la inmolación de Mohamed Bouazazi. Todo
lo demás parece mera renovación de las escenificaciones para que nada cambie.
En la historia del acoso institucional en España, son los
acosadores y su cohorte de trepas, pelotas y estómagos agradecidos quienes
suelen propalar los materiales para seguir acosando a las víctimas. Los siervos
del régimen totalitario (los esbirros, ya sean sindicalistas, jueces, fiscales, plumillas
o ministros) se encargan de destruir las pruebas y enmarañar los procesos, indiferentes al
sufrimiento humano de unos semejantes a los que no son capaces de considerar como tales.
Va a resultar que la vieja máxima atribuida al senador neoyorkino
W. L. Marcy (to the victor belong the spoils) se queda sumamente corta y los
acosadores institucionales se siguen repartiendo mucho más que los despojos mientras,
de manera indecente pero consensuada, convierten a las víctimas en cabales despojos
humanos, como se ha hecho casi siempre en contextos dados en llamar cacicato,
clientelismo o cleptocracia. Ahora se denomina abuso de debilidad o experiencia
personalizada de desigualdad, pero es realmente lógica sacrificial para
mantener ocultas las más innombrables aristas del statu quo. Dura soberanía
sobre los súbditos.
¿Quién en la España intitulada
democrática conoce algún acosador, en sus diferentes grados de participación, que
haya terminando por reconocerlo y avergonzarse de su indecente proceder, dimitiendo, suicidándose o tratando de obtener el perdón de las víctimas? La norma es el utendi
et abutendi. Utilización del abuso, de la manipulación y del expolio a la que suelen sumarse
voluntariamente toda una masa importante de liliputienses morales, entre ellos –acaso
en primera línea- los encargados de las garantías y la seguridad de los demás.
Asistimos a un ejercicio de teatralidad mientras unos y otros se siguen repartiendo
mucho más que despojos. La larga lista de
muertes civiles, desaparecidos y desesperados les ha traído siempre sin
cuidado. A lo sumo son un dato estadístico susceptible de diferentes
encuadramientos.
Cuando, como parece pasar ahora, las víctimas sólo intentan patentizar a
los acosadores, de inmediato nos dicen ¡No! y acto seguido nos hablan de escrache.
Pocos acosadores institucionales terminan suicidándose abrumados por el peso de su culpa.
Pocos acosadores institucionales terminan suicidándose abrumados por el peso de su culpa.
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