Iniciaba el intuitivo polemista Jean- Françoise Revel su libro El conocimiento inútil con una frase lapidaria pero certera: “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”.
Fiel a sí mismo, Revel terminaba el libro como lo que era, un visionario de la política realmente existente, reflexionando sobre la crisis que nos asola ahora en este año 2012: “Así, pues, la conversión del hombre a la acción verdadera no se ha cumplido. En el caso contrario, nuestra civilización no podrá evitar retroceder hacia fases de gestión para los cuales el conocimiento no es necesario y en las que seremos, sin duda, menos eficaces, pero tal vez más felices, si es cierto que la felicidad del hombre depende menos de lo que es que lo que se figura ser. Pero será necesario, y muy pronto, avanzar o retroceder, porque no podemos resistir mucho tiempo la tensión patógena que nos inflige nuestra cultura híbrida, en la que cada uno de nuestros estados de conciencia se divide entre lo que sabemos y, al mismo tiempo, negamos ser cierto, y en la que la humanidad está condenada, para citar a Cioran, a oscilar “entre el oportunismo y la desesperación”, y añadiría yo, entre el cinismo de corto alcance y la contrición impotente."
Analizados detenidamente los argumentos de Revel coinciden plenamente con la patética realidad hispana actual, transida de franquismo de la más pura cepa: mentiras electorales generalizadas; corrupción económica y ética; pelotas de goma contra manifestantes; tribunales convertidos en Tribunales de Orden Público con exclusivo afán recaudatorio y mofa social; cacerías reales e inventadas; planes de estabilización y pauperización; presión fiscal selectiva; venta exterior de la marca “España” por la diplomacia comercial junto a efectiva y real claudicación de España en mundos preferentes como el latinoamericano, con expropiaciones comerciales soportadas en aquellas tierras con la aquiescencia de EEUU y con el paripé de la UE; Perversión Institucional Permanente…
El viejo Dacio Gil es consumidor estructural de múltiples medicamentos, se diría que es un cacho de carne adosada a muchas cajas de medicamentos. Cada mes se acerca a una farmacia a hacerse con sus diez cajas de medicamentos, según dicen imprescindibles para mantenerse con vida. Paga lo que paga por ellas y algunas anécdotas tiene de sonados timos con alguno de los medicamentos (siempre justificados a posteriori por gazapos informáticos que no detectaban que ese específico estaba cubierto por la Seguridad Social), acepta con resignada impotencia su condición de anexo a la química. Hoy su corazón maltrecho se ha sobresaltado con el nuevo cinismo gubernamental bajo veste de copago: nueva humillación institucional. Una más de una larga cadena de indecencias institucionales institucionalizadas. Puro franquismo.
Hay que reconocer que los franceses han sabido describir como nadie las mentiras que mueven el mudo desde tiempo inmemorial y cimentan los sistemas institucionales. No en vano fueron ellos quienes construyeron, verbigracia, la gran mentira del régimen administrativo que vino a sustituir, racionalizándolo –decían-, al Régimen de Policía de los prusianos. Un teórico de la burocracia, Michel Crozier, se quedaba corto cuando anunciaba, allá por los inicios de los años 80 del siglo pasado, que no se cambiaba la sociedad por decreto (“no puede transformarse un sistema social contra sí mismo, imponiéndole un modelo más justo…Se cambia un sistema apoyándose en él, trabajando con él y no contra él.”), cuando hoy, por imperativo del lobo feroz UE todo se cambia por decreto-ley. El estado de excepción permanente, el golpe de Estado constitucional subterráneo es una constante ya en las realidades europeas del sur. Lo grande es que el influjo de la UE no ha conseguido romper las psicopatologías propias de las instituciones europeas: La locura de las reglamentaciones, la locura de las distinciones y los privilegios y la locura del incumplimiento (o, eufemísticamente, cumplimiento selectivo) generalizado del orden jurídico administrativo. Las instituciones en su manicomio.
Contaba con mucha gracia un catedrático italiano de derecho administrativo que eso de las reformas administrativas era una martingala de nunca acabar, pues junto a ministerios de la modernización o de la sociedad de la información se mantenían subsistentes organismos autónomos tan anacrónicos como, por ejemplo, el del fomento de de la cría caballar. Pero son los franceses, nostálgicos de su Grandeur, quienes mejor han descrito el menudeo administrativo, los intersticios institucionales por los que se drenan todas las energías y los presupuestos. El reciente estreno en España de la película De Nicolás a Sarkozy ilustra de manera plástica las bambalinas de la política y el descarado y descarnado pasteleo existente tras el decorado público.
El adelgazado Antonio Beteta, al parecer adelgazador también de funcionarios, debería encargar una edición barata de la obra de Alain Peyrefitte que en España se llamó El mal latino para distribuir gratuita entre todos los funcionarios. Es una especie de biblia sobre las instituciones. Peyrefitte fue, además de amigo personal del general De Gaulle, un alto funcionario de la selecta ENA, que llegó a ocupar la titularidad de prácticamente todos los ministerios posibles. Escribió, además, gran cantidad de libros, lo que llevó a que se dijera que se los escribían negros contratados. Pero en honor de Peyrefitte (o de sus amanuenses) hay que destacar que nos legó una detallada descripción de forense de las patologías de las instituciones y de sus intersticios y drenajes. Lo llamó “el mal francés” y aquí fue elevado a la categoría de “latino”. Fue un acierto la elevación pues hoy no existiría inconveniente en llamarlo “el mal europeo”. Recordaba el multiministro conservador que su amigo y mentor el general de Gaulle le decía aquello de que “el poder es la impotencia” y él se apropiaba la cita maximizándola de su cosecha con aquello de que “la más grave impotencia del poder ministerial es su impotencia en poder durar”. Y de ese libro que Beteta debería repartir entre todos los funcionarios para su formación continuada a cambio de restringir cafelitos y prensa, pueden entresacarse las siguientes perlas:
La administración se muestra inepta para tratar las urgencias.
El talento concede menos posibilidades que la pertenencia a redes clandestinas.
El Gobierno interviene para los detalles pero no domina el conjunto.
La investigación científica padece todos los defectos del Estado: vive cada vez menos para su misión y más para su personal.
El sueño tecnocrático es el de fijar el porvenir sobre un papel: esta afición por la racionalidad elimina el buen sentido. La reglamentación desemboca en un absurdo económico y social.
Los que saben no deciden, los que deciden no saben.
La jerarquía cubre con un velo protector el proceso de toma de decisión: se ignora quién decide, suponiendo que alguien decida.
Cuando la energía circula mal, se estanca: a medio camino se cristalizan los jefecillos, bastante alejados de la cumbre para no temer su vigilancia y protegidos de ella por su estatuto.
Para existir es preciso retrasar, frenar o parar por lo menos una vez de cada dos. De ese modo la ramificación jerárquica se convierte en una ramificación de prohibición.
Una máxima infalible: demasiada información conduce a la subinformación.
La administración es el sabio caos organizado.
¡Hay que contemporizar! No hay otro remedio. Entre tecnócratas y caciques, siempre existe tensión pero siempre componenda.
Electos y nombrados tienen un interés superior: el de durar. Les es necesario durar juntos.
Hay un compromiso tácito: se toleran las pequeñas hipocresías.
Principio de sustitución: Con la máxima frecuencia, el poder es ejercido por quienes no tiene que responder por ello.
El sistema burocrático es una jerarquía autoritaria de derecho, pervertida por una indisciplina de hecho.
Alfred Sauvy demostró que la estadística puede distorsionar la realidad: una mujer es infiel a su marido. Otra es infiel al suyo dos veces por semana. En promedio esas dos mujeres engañan a su esposo una vez por semana.
El ministro eficaz es aquel que abandona una parte para no perderlo todo y concentra su energía sólo sobre algunos asuntos.
La “razón de Estado” acaba por conducir a la locura de Estado.
El poder universal del ministerio de Hacienda lleva a la irresponsabilidad.
La lucha política y las contiendas electorales conducen a una guerra civil fría.
Existe una enfermedad que causa muchos estragos; esta enfermedad se llama despachomanía.
Cláusula del doble juego: el ministro para ser bien visto por sus servicios, los cubre hasta justificar sus errores. Los diputados se hacen elegir clamando contra los despachos y reelegir solicitando sus favores.
El modelo del encasillamiento administrativo se ha extendido a toda la sociedad: Las corporaciones siempre sobreviven a las revoluciones.
Para un latino todo pacto sobre expansión futura es nulo. Los círculos viciosos crean las condiciones de su propia perpetuación. Los políticos se abocarían al suicidio si pretendiesen un cambio electoral que no se desea más que en palabras.
Los franceses han mostrado la tendencia a organizarse no sólo como si nada debiera cambiar, sino para que nada cambie. Los franceses están tan apegados al statu quo como están descontentos con él. Son unos conservadores contestatarios.
El Estado oscila, demasiado débil para ser obedecido; demasiado abstracto para ser comprendido, demasiado desconfiado para atraer la confianza.
Alain Peyrefitte concluye con una arenga como la que sacude actualmente a Europa, a la Europa del sur, a los greco-latinos: ¡Que la sola imaginación del desastre nos despierte! Naomi Klein lo ha definido de otro modo analizando el empleo institucional de técnicas psiquiátricas diseñadas por la Escuela de Chicago: el auge del capitalismo del desastre
Desgraciadamente el diplomático francés decía todo esto hace 36 años (en 1976). Ha llovido mucho. Aunque, visto el ensañamiento tecnocrático (birlibirloque cleptocrático) contra los ciudadanos-medianos, tal vez sea el momento de preguntarse: ¿Quién nos ata? ¿Quiénes se están planteando vender nuestra vida, nuestra muerte y nuestra paz en cómodos plazos y copagos selectivos? Acaso, tal como en su día cantase -y animase- Pablo Guerrero, es posible que todavía tenga que arreciar más la lluvia: Que tenga que llover, tenga que llover, tenga que llover a cántaros…
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