Mala época es esta para los funcionarios. Y peor que se avecina con la necesidad imperiosa que tienen los detentadores de las instituciones públicas de allegar como sea fondos para justificar la financiación estatal (y la suya) y difuminar los alegres dispendios de los que vienen estos lodos. En la actualidad el recurso más fácil para sus objetivos es detraerlo de las nóminas de los funcionarios y a ello se aplicarán con denuedo en los próximos años al modo que dejó marcado la señora exministra Vogue Elena Salgado, cuyo odio a los funcionarios databa de su paso por la Dirección General de Clases Pasivas, en la que tienen entrada todos los datos de los activos pensioniles de los funcionarios jubilados. Ahora la señora Salgado ha elegido Endesa y Chile para no tener que recurrir, precisamente, a la Dirección General de Clases Pasivas cuando llegue el momento de solicitar su pensión si es que ha sido alguna vez funcionaria. Llegado el caso lo hará, pues esta gente no perdona un duro… ¡Menudo morro tienen estas aristócratas de género dentro del PSOE! Después de que la remasterizada señora De la Vega se beneficie del dorado dolce far niente en un nuevo "cuarto turno" en organismo fallido, anacrónico y hoy absolutamente fantasmal como el Consejo de Estado, cementerio de elefantes y elefantas que no hacen absolutamente nada.La élite de la Nada. Órgano consultor del prodigo Estado en bancarrota cuando España es ante todo un enorme engendro polisinodial: Consejos, Agencias y entidades para todo, incluso para lo más escatológico. Con razón el sustituto de la exministra “chilena”, el señor Montoro, ha hablado con una solidez impropia de un político: la institucionalidad pública como huída del derecho. Veremos si se atreve a recortar o sólo es pura cosmética.
A lo que vamos, que el viejo Dacio Gil se pierde en lo que tiene apariencia de accesorio. Dentro de la categoría “funcionario” hay de todo, como en botica: hay funcionarios ejemplares, hay empleados públicos corruptos, y los hay también sumamente corruptos. Hoy en día se tiende (interesadamente, como aquel inspector fiscal al que aludía Vladimir Maiakovski) a demonizar a los funcionarios para emplearlos de “chivo expiatorio” de unos desfalcos institucionales que tendemos a ver hoy en día como completamente naturales. Y tampoco puede negarse su existencia porque ruidosos desfalcos han llevado a cabo funcionarios de abrigos de pelo de camello, rectos de Max Mara, de paño de Zara, de las filiales del Cortefiel de Gürtel y hasta sin abrigo, como el de Nikolai Gogol. En la España del pelotazo el que no ha desfalcado es porque no ha podido. Muchos funcionarios ni lo han intentado porque no estaba a su alcance. Y muchos de los que los han perpetrado, auspiciado o consentido han encontrado luego cobijo en los nichos ad hoc previstos en la legislación vigente para esos casos. Enfangados en la mísera miseria se viene acudiendo a los sueldos de los funcionarios rasos para que financien las alegrías y la cleptomanía de los ahora en dorado buen recaudo. La virtud recompensada a la que aludía Alejandro Nieto en su memorable artículo sobre aquel funcionario de toda la vida.Porque -con ciertos matices- siempre hubo épocas, casi siempre las más duras, en la que por lo general ser funcionario era sinónimo de “pobre pero honrado”. A eso se le llamaba probidad funcionarial, que era un timbre de honor para quien se predicaba tal nota. Eran tiempos de escaseces materiales pero de sana prodigalidad ética y moral. Tiempos de pluriempleo, familias numerosas y ropa y libros escolares heredados del primogénito hasta el menor de los hermanos. Del pisito en vez del adosado. Entre los funcionarios había boxeadores; vendedores de monedas, sellos y boletos de lotería (no premiados) domingueros en la Plaza Mayor; alpinistas; peluqueros a domicilio; chicas de alterne en Chicote; seminaristas; escritores; directoras de teatro; administradores de fincas; contables; el “bedel de los pájaros”; tarotistas; locutores nocturnos de radio y cientos y cientos de pluriempleos insospechados cuya cotización a la seguridad social en muchos casos quedaba en el aire. Compaginaban empleos para sobrevivir, sin desdoro de la función pública y atendiendo siempre el interés general. También estaba, por supuesto, quien apresuradamente al terminar la jornada se dirigía al teatro para representar su papel. Eso en el caso de actuar en la capital, que cuando era en las fatigosas giras por todo tipo de localidades hispanas con teatrito era precisa la baja por enfermedad y la benovolente colaboración de los compañeros en la atención de la ventanilla o la emisión de las minutas mientras duraba la ausencia.
El viejo Dacio Gil cuando era joven husmeaba y archivaba todo lo que se refiriera a la burocracia: desde Max Weber a Kuron y Modzelewski, pasando por Víctor Pérez-Díaz. De aquella época data su devoción por Alejandro Nieto que había sabido plasmar en un enorme libro y en innumerables conferencias y trabajos su erudita inmersión en los fondos del océano burocrático más allá del plúmbeo Derecho Administrativo. El por aquel entonces joven Dacio Gil recopilaba cualquier material que intuyese que aludía a la burocracia: libros, artículos, cancioneros, películas… Diríase que ejercía de burocratólogo en ciernes y acaso esa haya sido su auténtica frustración (su déficit sexual masculino, en palabras más modernas de Catherine Hakim). En los años del declive de la UCD y del fiasco del mundial de fútbol y Naranjito tuvo noticia el usufructuario terapéutico de esta Tribuna Alta Preferencia de una película sobre un funcionario que es ingresado en un manicomio por un quítame allá unas pintadas, y termina constatando en propia carne que los manicomios no eran tan dispares a las burocracias y a la vida misma. Llegando el protagonista a incurrir en una de las desviaciones sexuales tan comunes hoy: enamorarse de una monja (¡y que monja!: la escultural Esperanza Roy). El viejo Dacio Gil recuerda perfectamente que se fue al cine Urquijo (hoy cerrado como otros tantos más) a ver Tu estás loco, Briones, una obra de Fermín Cabal para el teatro que el director Javier Maqua había llevado al cine confiando su protagonismo a Quique Camoiras, que conocía el mundo de la burocracia por su condición de funcionario del INP. La película no recibió críticas favorables pues en 1980 España se encontraba en pleno fulgor del destape y la transición política, ergo cientificismo pseudomarxista , pero el ahora viejo Dacio Gil recuerda que quedó impresionado con el actor Enrique Pérez Camoiras en el papel del funcionario Briones. Fue la única película que Quique Camoiras protagonizó como cabeza indiscutible de cartel aunque fue un excelente actor de reparto en tantas otras, como aquella Cristobal Colón, de oficio descubridor rodada en Almería y en la que participaron como figurantes jóvenes que hoy son ilustres profesores. El joven Gil incorporó a Quique Camoiras a la nómina de sus actores de culto a pesar de la envidia de su pasado entre mujeres esculturales en la revista (sana envidia que invadía a los oscuros funcionarios ansiosos de carne contorneada, excepto a los de la censura que se habían hinchado a contemplarla libidinosamente en sus también oscuros gabinetes) y como empresario teatral de comedias de enredo. Eran tiempos en los que, sobre todas las cosas, se aspiraba a que el verbo se hiciera carne: a que se impusiese la racionalidad democrática en todo.
Camoiras no estaba loco. Simplemente optó acertadamente en su encrucijada vital por terminar dedicándose a hacer reír a sus semejantes (funcionarios o no; administrados o no) con las comedias en vez de dejarse la vida en las diarias solemnidades burocráticas rayanas en la banal comicidad. A buen seguro San Pedro o su cancerbero suplente se lo habrá recordado el pasado jueves al pedirle las credenciales y darle la bienvenida en el mundo de la gente presuntamente buena donde es dable pensar que escasearán los cómicos (y no digamos las vedettes) y esté repleto de sólidos burócratas de impoluta trayectoria beata como don Laureano, el padre Albareda y tantos otros. Quienes con el tiempo terminamos decepcionándonos con la racionalidad burocrática (y ahora desgraciadamente casi también con la democrática), nos desencantamos de los encantos de la legitimidad legal-racional y sufrimos las perversiones de la desnuda (otro desnudo más prosaico) razón instrumental quedamos huérfanos en este seco invierno. Huérfanos del saber hacer teatral del funcionario-actor-empresario teatral Enrique Pérez Camoiras, Quique Camoiras, que hizo una polifacética labor teatral acorde con los tiempos que corrían. Como pasa siempre en esta España, ha sido a la hora de los obituarios cuando la crítica y el público han sido más sinceros y unánimes cantando las virtudes y alabanzas de un pequeño pero monumental teatrista avant la lettre que desde bien niño había marcado sus vocaciones profesionales (no, no era funcionario interino ni de carrera a los 6 años; en esa época no se explotaba a las criaturas…pero casi).
En televisión, Camoiras tuvo un papel secundario en la serie Los ladrones van a la oficina. Ahora que los ladrones no tienen necesidad de ir a la oficina para robar, sino que quitan y quitan derechos adquiridos económicos a los funcionarios desde los grandes centros de datos informáticos de El Escorial (policía), León (tráfico) o vaya usted a saber qué localidad para las demás detracciones en serie, de seres humanos agradecidos es recordar a un hombre que, entre otras muchas cosas, hizo lo que le gustaba: hacer reír.
No. Camoiras no estaba loco. Conocía la burocracia funcionarial pero le atrajo más la revista de piernas largas y alto capital erótico. Optó por la comedia que ayuda a la gente a evadirse de los problemas. Pero como actor teatral no le arredraba nada y podía con todo.
El viejo Dacio Gil, burocratólogo frustrado, siempre le recordará en el papel del funcionario Briones: dando una lección hilarante de cómo cualquier sociedad presuntamente organizada difiere poco de un manicomio. El Panóptico del que nos hablara Bentham, desarrollase Foucault y nos recuerda de vez en vez Zygmunt Bauman.
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