El viejo Dacio Gil, aunque no lo parezca, también fue joven no hace tan demasiado. Y gustaba, entre otras muchas cosas, de perderse en la naturaleza y hasta creerse auténtico montañero por calzarse unos bávaros, unos guetres, unas botas de suela vibram, un chobasquero y un morral adquiridos en Gonza-sport, en el Rastro. Para aquel joven Gil cada fin de semana era un encuentro con la libertad, la aventura y el futuro, refugiado en la noche ora en el Pingarrón, ora en el Zabala; cuando no en los fríos suelos del porche de la estación del funicular de Cotos, tal que aquella inolvidable noche iniciática con aquél excelente ser humano que era Alfonso Jiménez Abolafia. Entre la nieve y los pinos, Dacio Gil se sentía un superhombre. Compartir –pues compartir era también escuchar sin perder detalle- aventuras y canciones al son de las armónicas con montañeros curtidos en mil cumbres (el joven Gil había llegado a unos mal contados 14 años, pero se había codeado ya con Carlos Soria y el pajarito) era una experiencia inenarrable, incluso ahora cuando los años, los achaques y los vértigos lo matizan todo.
En el fondo el jovenzuelo Gil apuntaba ya visos de Unabomber en potencia: la naturaleza era su única diosa, aunque por aquellas fechas quiere recordar que cristianamente comulgaba a diario. De aquella época guarda grandes recuerdos junto a Polito, José Antonio, sus otros hermanos, sus primos Paco y Antonio y tantos otros. A Polito debe su devoción por la Poza de Sócrates y aquel paraje tan familiar y singular junto al afluentillo del Lozoya que desciende desde la bola del mundo hasta El Paular y Rascafría pasando por La Isla. A ese regato regresó siempre que pudo el viejo Gil para recordar la anécdota de aquella vaca que le sobresaltó con sus lamidos mientras dormía plácidamente la siesta. Aguado despertar de valiente montañero...
Estando en estas remembranzas de viejo y, abrumado hasta la extenuación por tanto miedo financiero, por tanta depresión individual dentro de la gran depresión colectiva, por el aumento exponencial septembrino de separaciones y divorcios y, last but not least, puesto en evidencia en su declinada sexualidad por la ”berrea” que se escucha cada noche desde los montes de El Pardo, el viejo Dacil Gil decidió en este verano prorrogado huir del mundanal ruido y aislarse en la naturaleza que le fuese antaño familiar. Eligió su añeja tienda de campaña individual verde (en la que apenas cabe ya el cuerpo dilatado y deformado del viejo Gil) comprada en una de aquellas frecuentes excursiones a Andorra, y bien ligero de equipaje se dirigió a las inmediaciones de la poza de Sócrates custodiada desde arriba por la Cabeza Menor. Contraviniendo las normas de interdicción de acampada pero siendo absolutamente respetuoso con la naturaleza, intentó durante casi una semana recuperar el tiempo perdido triscando de acá para allá: Bola del Mundo arriba; Cabezas Mayor y Menor en subibaja; Laguna de Peñalara; cascada del Purgatorio; presa del Pradillo y, ocasional pero con cierta regularidad, reponer fuerzas con las judías de La Isla o los bocatas de la Venta Marcelino. El baño en la Poza de Sócrates y en la del Purgatorio, aunque corta el aliento con septiembre doblado, debría de ser beneficioso para la renqueante circulación periférica del viejo Gil. Al menos esa ha sido su esperanza.
Durante un desayuno, intentando dar cuenta de uno de los monumentales bocadillos de chorizo de la Venta Marcelino escuchó en la caja tonta (en Cotos la caja tonta es mucho más tonta; llegó a ser imbécil tras la noticia que portaba) que Walter Bonatti había emprendido, a los 81 años, una marcha definitiva, la más difícil... Bonatti era Dios tanto para los “macheguitos” de Guadarrama como para los escaladores de La Pedriza. Era el ideal del montañero. Cuando ser alpinista era el summum, reflejo de cierto eurocentrismo escalador.
Hillary, Tenzing Norgay y Bonatti, e incluso Sir John Hunt, eran la pera limonera para todo aquel familiarizado con la senda Schmidt que tirara al monte. El viejo Dacio Gil era capaz de visualizar las azañas de sus ídolos imaginando, casi soñando, en sus lecturas nocturnas entreveradas con recuerdos vivos fantaseados del Guadarrama.
Walter Bonatti hacía montañismo cuando no existía la asfixia esponsorizadora y mediática actual. Solía hacerlo sin oxígeno y sin cámaras y reporteros rosas. Chamonix y Zermatt eran casi su habitat. El Mont Blanc y el Cervino sus escenarios preferidos. La ascensión al K2 le precipitó en el acoso del Mobbing fomentado por otros montañeros que le acusaron de conducta inadecuada. Esa misma conducta que hoy es común en cualquier monte, exasperadas las relaciones por el dinero y la fama, como pueden atestiguar Edurne Pasabán y tantos otros. Desde ese momento Bonatti libró una larga batalla contra el Mobbing que terminó como suelen terminar siempre estas batallas: ganando cuando ya no se gana nada. Cansado y abatido por la maldad humana, se marchó del montañismo y se dedicó con éxito al periodismo de aventura. Le sucedió en el éxito trepador otra figura en el alpinismo italiano: Reinhold Messner.
Hoy, cuando la figura señera y legendaria (ética, profesional y deportivamente) de Carlos Soria, el tapicero, ha sido tocada por la mano capitalista y gafe del BBVA (precisamenete cuando entra a patrocionar la NBA, ésta presenta cierre patronal cercenando los presuntos beneficios publicitarios), el recuerdo respetuoso de Walter Bonatti es obligado. Un señor de la montaña, como lo es el madrileño de 71 años.
A pesar del escarceo solitario por las inmediaciones de la Poza de Sócrates, el viejo Dacio Gil ha podido comprobar que aunque se afane en buscar e intentar atrapar el tiempo pasado –y perdido-, éste ya no volverá.
Como no volverá Walter Bonatti. Un ochomil en sí mismo.
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