jueves, 15 de noviembre de 2012

UN SISTEMA JURÍDICO ABISAL.


La reciente crisis que padece el mundo occidental –que no es tan reciente y que es perfectamente recurrente- no es sólo una crisis del capitalismo. Tiene su raíz en zonas muy profundas en las que no cabe ni la transparencia ni la iluminación solar. La mampostería de nuestros edificios de convivencia se ha ido haciendo con materiales de derribo y de escasa calidad. La hipocresía y el cinismo son los principios esenciales de las instituciones y por eso el sistema de resolución de conflictos es puro decorado de cartón piedra: se mira pero no puede tocarse. Si lo tocas y sientes te duelen el alma y la cartera. Quien, transido de una inusitada buena fe y esperanzada esperanza en el llamado Derecho (con mayúscula, sin que sirva de precedente), intenta ventilar sus eventuales diferencias dentro de la legalidad vigente tiene todas las papeletas para terminar saliendo trasquilado: el juego de los círculos concéntricos del lenguaje institucional terminarán devorando sus esperanzas y violando para siempre sutilmente su buena fe. No hay que ser Mary Douglas para desconfiar –hoy más que nunca- de los voceros institucionales y sus escuderos los medios de desinformación social. Las instituciones se han acostumbrado desde que el mundo es mundo a una prédica impúdicamente falsaria. Mienten a conciencia y se justifican con la débil argumentación de que hay que mantener embridado el fantasma de la “alarma social”. Es completamente normal que cuando el más humano del común de los mortales descubre la tostada que hay detrás de toda normalidad institucional, se tope de bruces con un sistema radicalmente anómico e injusto (en el que priman los intereses informales sobre las proclamaciones solemnizadas) caiga en depresión y se cuestione de qué sirve la vida si al final  por el abuso se decide la jornada.

Sólo los patológicamente ingenuos albergarán la esperanza de que el titular (o su sustituta si se tercia cuando las cosas vengan mal dadas, o así lo decida sibilinamente el titular para eludir propias responsabilidades) del juzgado de  instrucción 51 de los de Madrid va a intentar arrojar luz sobre los excesos de la fiesta mortal de Halloween. Con una “pulcra concepción corporativa” el juez tratará de salvar la responsabilidad de las instituciones implicadas (el mayor ayuntamiento de España), salvaguardando con ello sus propias posibilidades de carrera. Y en esa dialéctica, que Dios pille confesado al que,despistado, pasase por allí en tan infausta deshora. Esa es la tiranía del statu quo y así la entienden escrupulosamente Sus Señorías con un espíritu corporativo que se mama desde su entrada por las múltiples puertas falsas de la carrera judicial (inhumados vergonzantemente los cristianos principios de mérito y capacidad) o internalizado naturalmente desde los primeros balbuceos de sus contactos con el preparador que les socializa de manera incruenta con el sistema. Descarnada ética corporativa, para entendernos.

Viene todo este exordio a cuento porque el viejo Dacio Gil columbra más por viejo que por lo que es: un pobre diablo. A palos ha aprendido la desidia y la vagancia judicial (y ahora quizás la temeridad descontrolada del espíritu corporativo chalaneador y potencial huelguista) que se esconden tras sus solemnes proclamaciones. El sistema jurídico, como no podía ser de otra manera siendo como es un aparato instrumental, no se salva de la falta de transparencia y claridad que padecemos. No penetra en él siquiera un tibio y tenue rayo de sol. Su sima es tan profunda y sucia que cualquier reflexión sobre el orden y el desorden, la culpabilidad y la inocencia, el ser y el no ser, la forma y lo informe, la vida y la muerte es puro divertimento de instalados o ansiosos de pisar las más refinadas alfombras o asistir a los cócteles de mayor lujo. El ciudadano corriente ni estará invitado ni se le esperará de mero espectador.

Pocos jueces y fiscalitos –acaso ninguno- habría ayer en las manifestaciones habidas en toda España. Presionan con la huelga pero odian en su fuero más interno mezclarse con la gente. Se autoperciben granados sociales. Lo han mamado desde biberón del ingreso en la carrera judicial o fiscal, constituye la parte esencial de sus entrañas. Están para servir al poder, sea este visible institucionalmente o no.
Un hombre con una visión tan atinada respecto al mundo de los jueces como el director teatral Ernesto Caballero lo ha vuelto a recordar en su brillante puesta en escena de Doña Perfecta, del burocratólogo canario, el en su tiempo denostado "garbancero", Benito Pérez Galdós. Sin aparecer en escena el juez periquito de la localidad de Orbajosa, la obra  aplica a rajatabla los principios y reglas de la tiranía de lo establecido: todos, desde caballuco o Licurgo hasta la Santa Madre Iglesia personificada en don Inocencio ajustan florentinamente sus diferencias sin un solo salivazo ni empellón; ni siquiera un improperio. Doña Perfecta como símbolo de la deformada institucionalidad democrática que asola España.

Y antes de seguir permita el eventual lector –si es que lo hubiere- que el veterousufructuario de esta Tribuna Alta Preferencia destaque como merece el elenco de actores que se desempeñan en el teatro María Guerrero de Madrid bajo la dirección de Ernesto Caballero. Prácticamente todos ellos sacan un alto rendimiento a su personaje: Lola Casamayor, Alberto Jiménez, Israel Elejalde… todos, hasta las hermanas Troyas (las jóvenes y brillantes D. Bernardo, M. Gas y V. Vega cuya primera escena junto al tren es verdaderamente cimera) convertidas por Caballero en conciencia social difusa y cronistas de Orbajosa, además de objeto de deseo de la comunidad masculina toda. Mención especial merece para el viejo Dacio Gil, que la analizó con especial ojo crítico, Karina Garantivá que logra su mejor registro a las órdenes de Ernesto Caballero. Para el viejo Gil tiene la Garantivá un atractivo sensual enorme que se nota que tiene prendado a Caballero como director. En una atinada crítica en elperiodistadigital se dice “nos gusta esta Rosario que hace Karina Garantivá, tan lejos del registro habitual en nuestras actrices jóvenes, tan nada guapa y tan poco mona, tan real a pesar de su vertiginoso enamoramiento, tan loca sin serlo”. El viejo Dacio Gil comparte las alabanzas pero sólo si “lo nada guapa y poco mona” se circunscribe al papel de Rosario pues Karina Garantivá es una mujer con una belleza singular y un enorme encanto sensual además de una actriz que mejora con cada papel que representa.

Doña Perfecta en la versión final adoptada por Caballero es la representación exacta de la deriva de la democracia española, tan hipócrita, tan pegada a los intereses y alejada de los afectos. Ocasión única para ver reflejada en el espejo plano, no cóncavo ni convexo de las elecciones con agenda de discusión pactada de antemano, la imagen del colectivo drama dramatizado de los españoles en sus instituciones. No parece haber pasado el tiempo ni evolucionado las relaciones  institucionales.

Quien también tiene una idea precisa y cabal del sistema de garantías en el capitalismo socialdemócrata es el británico Ken Loach que en su último pulcro producto, La parte de los ángeles, muestra una descarnada semblanza del sistema jurídico británico, sus sistemas de compensación comunitarios y las remotas salidas de los miembros del lumpen para poder sobrevivir dentro el sistema. Loach tiene una fina sensibilidad para describir estéticamente los submundos que la gente llamada de orden se niega no ya a reconocer, ni siquiera a ver, en ese desorden organizado que hemos convenido en llamar la crisis. Capitalismo y lumpenproletariado; integrados y apocalípticos virtuales; ventajistas de chaleco, cuello blanco y labia pseudocientífica coexisten sin convivir con excluidos, lunáticos, perdidos, raterillos compulsivos y pendencieros. Sus único hilos conductores remotos son el whisky de malta y las inevitables trampas para sobrevivir dentro del capitalismo inmaterial de casino y puja. Para sobrevivir y promocionarse tanto el sistema establecido como el lumpen necesitan de las trampas y el engaño. La falsa ciencia y el sistema judicial y policial hacen el resto estableciendo las diferencias de grado: las aristocracias de los palacios y de los albañales; demonios en las instituciones y ángeles en las cloacas y el submundo. Los atildados timadores bajo los focos y los flashes en las subastas, los excluidos en la subrepticia oscuridad de cavas y bodegas. Intereses multinacionales en la planta noble. Afectos maridados con desdichas en tiendas de campaña o lagares. ¿Y dónde los amores?

La crisis y el descrédito del conjunto del sistema jurídico son graves y paradigmáticos. Nadie da con la fórmula para detener un desmoronamiento capitaneado por el primer iconoclasta del reino, el señor Ruiz Gallardón sólo preocupado por intereses corporativos que le aúpen a una presidencia del gobierno que, a no dudar, sería mucho más oprobiosa que la del gnomo Zapatero. Para colmo, el muy ladino quiere exportar su modelo de modernización jurídica a Guatemala. No conforme con los terremotos y la violencia institucional que asolan al país centroamericano quiere inocularles los virus de un modelo delirante de domolición planificada sin otros modelos de sustitución. El sistema jurídico hispano vislumbra el hundimiento y cada cual agita el espantajo del interés general que encubra sus propios interés privativos-corporativios. Antonio Hernández Gil, un hombre del régimen jurídico, bien instalado de cuna, desde las páginas de ABC viene hablando de miedo y de moral para mantenerse en el mayor colegio de abogados de España en espera de dar el salto a la presidencia del Consejo General de la Abogacía y, quizás, al tribunal constitucional. Mientras tanto se presta a ser el letrado de la reina Sofía en el litigio civil sobre la propia imagen de la consorte contra la empresa de adulterios discretos (¡el orden siempre ha demandado infidelidades y adulterios discretos! ¡Faltaría más!) Ashley Madison. Por su parte, Javier Gómez de Liaño imparte doctrina de vez en vez en su medio natural, El Mundo, sobre las bondades del sistema jurídico y judicial mientras cobra suculentas minutas por sus trabajos de insider e iniciado. Otro tanto hace Baltasar Garzón -en El País, claro- desde la distancia en espera de una rehabilitación más suntuaria que la de Liaño. El celebrity Javier Cremades –también desde el mismo diario de PRISA- blande el pretendido interés general de los abogados –a cuya cohorte de Madrid aspira a presidir como catapulta de carrera y celebridad- para sus interés inconfesos, precisamente hoy que nadie cree en los abogados ahogados con tantas Legalitas, Mapfre y M M recurre multas de tráfico  y demás martingalas e institutos, asociaciones de víctimas de todo, sindicatos de manos y calzones limpios y observatorios jurídicos de la propia Nada. Y, en fin –y cómo no-, el fiscal guatemalteco por excelencia –el de los silencios en el caso del rocambolesco “suicidio institucional por poderes” del abogado Rodrigo Rosenberg Marzano-, sale ahora con la discusión bizantina, propia del juridicismo más rancio, de la primacía de la cláusula rebus sic stnatibus frente al viejo brocardo que esgrimen los ejemplares malos (hoy todos los bancos, banqueros, bancarios y abogados de estos son malos a los ojos de los ciudadanos) del pacta sunt servanda aunque contengan cláusulas exorbitantes. Todos los ejemplares citados son bienvividos. Prototipos del sistema. Todos tratan de prevalerse del caos y el desconcierto imperante en el tema de los desahucios para granjearse la simpatía de la ciudadanía indignada. Cada uno de ellos, en su medio de deformación natural, juega con sus interés inconfesos y blande el trapo de la solidaridad con la cuidadanía. ¡Mentira! Cada cual va a lo suyo y trata de cobrar ventaja en sus pulsos institucionales o institucionalizados: colocarse en los puestos que otorgan canonjías, presionar al gobierno para consolidar privilegios para el futuro.

El derecho y su versión instrumental jurídica y judicial-fiscal es hoy un bien mostrenco. Un bien abandonado, a la deriva. Nadie cree en él como sistema de resolución de conflictos, ni siquiera el juez del 51 de los de instrucción de Madrid a pesar del dolor social padecido tras tanto despropósito: simple expediente corporativo.

Siempre se ha dicho que el Derecho es el lenguaje del poder. Lo malo es que ahora el poder es más invisible que antes y no reside ya en las instituciones. El derecho –decían los cultos- es la ciencia del orden establecido. Hoy el orden establecido es deletéreo. Se decía también que la mejor forma de hacer una sociedad conservadora era aumentando el número de propietarios. La perezosa jurisprudencia habida sobre los arrendamientos contribuyó a que todo quisque quisiese ser propietario. Creían serlo al suscribir sus hipotecas. Craso error. La legislación de principios del siglo pasado protege a los prestamistas. Los políticos siempre han estado auspiciados por prestamistas y otras mafias. Los políticos hacen y reforman las leyes. Y los ciudadanos, en la lógica de la Orbajosa de Galdós y Caballero,  nos solemos tapar nariz, ojos y oídos para que la fiesta siga y nos lleguen las migajas. Un sistema social no llega al delirio si cada cual no contribuye con su parte alícuota. Víctimas pero también verdugos. Voluntarios, eso si. Se llegó a considerar que el sistema no se podía hundir porque estaba implicado todo el mundo. Sólo algunos funcionarios y probos ciudadanos no participaron del engaño colectivo: ni se hicieron agentes de ventas, ni comisionistas, ni colocadores de preferentes, ni soladores sub-sub-sub contratistas, ni alardeaban de coches de potente cilindrara ni de 4X4. Helos ahí ahora pagando los primeros los destrozos de otros que aún guardan réditos en negro y en b aunque aparentan quiebra. Los cataclismos no distinguen a los honrados de la misma forma que en las burbujas se envidia y distingue a los que se pavonean entre signos externos.

Hace falta desahuciar a todo el sistema de garantías institucionales. Se hace precisa una revolución ética. Nada de reformas ni transiciones. Nada de infidelidades y adulterios discretos.

Pero nadie crea que esta entrada titulada un sistema jurídico abisal es un ejercicio de pesimismo. Nada de eso. Puestos a lanzar latinajos, aceptemos que ya no vale eso del Estado quo utimor (del cual usamos), que ha sido esquilmado por unos y por otros. Cuando todo está perdido, antes del recurso extremo a la muerte voluntaria, cabe la vía optimista que sorprendentemente aporta Ken Loach en su magnífico último film la parte de los ángeles: arrebatar las malas artes y los chantajes institucionales de los instalados en el sistema (ya ostenten Auctoritas o Potestas) y practicar sus mismas metodologías mafiosas que han venido practicando protegidas por vinateros selectos, mafias internacionales, jueces, policías, fiscales y altos funcionarios.

Y el que carezca de esos arrestos pero le falte cuajo para la muerte voluntaria debería conformarse con leer e ilustrarse sobre los clásicos como Piero Calamandrei, Adolfo Ravá o Francesco Carnelutti. O buscar la inspiración en aquellos otros clásicos más recientes como el asesor de Allende, el chileno Eduardo Novoa Monreal (El derecho como obstáculo al cambio social) o el jurista y diplomático cordobés Ernesto Garzón Valdés que viene advirtiendo sobre “la calamidad moral”, “el velo de la ilusión” o las instituciones suicidas. O versarse sobre las juristas guatemaltecas Rosa A González y Gladys E. Figueroa (derechos humanos en Guatemala). Sin olvidar los ya clásicos -por olvidados- teóricos del "uso alternativo del derecho" Pietro Barcellona (Alzata con pugno), Luigi Ferralloli (derechos y garantías. La ley del más débil) cuyos postulados han sido sistemáticamente ignorados por los magistrados españoles. O, sin ir más lejos en tiempo y en espacio, interesarse por los trabajos de María José González Ordovás (ineficacia, anomia y fuentes del derecho).
Incluso, los extremadamente tibios y pacatos (esos que proliferan en la magistratura española como setas en primavera y en otoño) pueden encontrar en un libro tan ecléctico como el de Wolfang G. Friedman (el derecho en una sociedad en transformación) un hontanar de dudas sobre esa verdad pretendidamente absoluta que aplican selectivamente a rajatabla sólo a los más débiles: Sed lex, dura lex.  

Quien, con independencia de criterio, discrepe en la actualidad de la enjundiosa camelística que siempre impregna los asertos de Ruiz Gallardón y sus adláteres puede constatar de primera mano la inaplicabilidad real  de  este  sistema jurídico abisal en el que es imposible siquiera un levísimo rayo de luz que nos permita distinguir en la oscuridad a pesar de tanto propagandista interesado.



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